Los ángeles fríos | Crítica

Mirar hacia arriba

  • La gaditana Rosario Troncoso abre una nueva etapa con el poemario 'Los ángeles fríos', una obra marcada por la desnudez y la esencialidad expresivas

La escritora Rosario Troncoso (Cádiz, 1978), con un poemario anterior.

La escritora Rosario Troncoso (Cádiz, 1978), con un poemario anterior. / D. S.

Los ángeles fríos de Rosario Troncoso parece marcar una nueva etapa en la poesía de la escritora y profesora gaditana. Su voz poética, siempre en busca de nuevas alternativas expresivas, madura y se remansa en este libro significativo en el conjunto de su larga y prolífica trayectoria literaria. No se sustenta este cambio de registro en la elección de temas: sigue apostando por conjurar la ausencia, por descifrar los enigmas del tiempo, por enfrentarse a las afiladas aristas del miedo. Pero en estos poemas aborda estas cuestiones sin concesiones, apostando por una voz propia en la que reconocerse plenamente y que ya ensayó en su poemario Nuestra orilla salvaje (Isla de Siltolá, 2017).

Es Los ángeles fríos un libro coherente en el que nada parece dejado al azar. No estamos ante una mera colección de poemas, sino ante un libro de nítida unidad de tono y ritmo en el que cada composición desempeña una función clara. Es éste un poemario eminentemente íntimo, en el que la autora se reconoce en "esos gozos pequeños" (Inventario) con los que confabularse contra el tedio y advierte de que "la derrota íntima no se publica" (Efecto contagio). Como escribe Raquel Lanseros en el prólogo, Troncoso emprende "una expedición hacia el territorio de la desnudez, entendida como esencialidad, despojo de todo artificio".

Abre el volumen Las edades del sol, en el que Troncoso nos presenta un paisaje transitado por ella muchas veces, en el que el temor no deja lugar a la desesperanza, en el que la pesadumbre no renuncia a la ternura, en el que siempre emerge el recuerdo y "en la calma sobreviene el delirio / y su misericordia". En el poema final, la autora se mira, como en un espejo, en su hija –"Helena nunca quiere dormir sola. / Acaricio sus manos / y entonces todo calla de repente"– y hace comparecer en el espacio familiar de la noche compartida los miedos incipientes de la niña y los acendrados temores de la mujer adulta.

No hay en Los ángeles fríos resignación ni autocomplacencia, pero sí una conmovedora aceptación de la vida propia, con sus placenteros meandros y elocuentes renuncias, y una explícita comprensión de los resortes que conforman una sensibilidad inquieta, contradictoria a veces: "Soy infiel a la vida ordenada en mi bolso" (Instinto).

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

El dolor de estar vivo se erige como la única manera de estar, de comprender y sentir. La autora lo reconoce sin lamentarse, sin infligirse innecesarias heridas más que las que produce inexorablemente ese paso de los días que "llega dulce a nosotros / y nos rompe por dentro" (Tiempo). Añora "ser de nuevo redonda / y sin desgarros: la niña de las fotos" (La niña de las fotos), pero ahora sabe que siempre "se aleja el verano por donde vino" (En las raíces) y que "mantener la fe / requiere habilidad y cierto método" (Vocación). Pasado y presente confluyen en muchas de estas composiciones. El tiempo –ese "caprichoso verdugo de los pájaros"– se configura, no como una línea por la que deambulamos sin posibilidad de vuelta atrás, sino como una compleja y transparente superposición de planos. Lo que fuimos y lo que somos, los amores perdidos, los seres queridos que se fueron para siempre siguen formando parte de una cotidianidad marcada por la incertidumbre.

Es éste también un libro de homenajes. No sólo por las muchas citas de autores contemporáneos que acompañan los poemas, sino por el reconocimiento explícito de deudas poéticas con autoras como Sylvia Plath, a la que Troncoso dedica el logrado poema Para Sylvia, a fragmentary girl, que contiene en su primer verso el título del libro: "Si los ángeles fríos regresan, ella elige no hacer regalos".

Rosario Troncoso parece haber encontrado su centro poético en este conjunto de composiciones sosegadas y melancólicas que parecen desmentir su a veces agitada actividad literaria y cultural y que corroboran el valor de su largo y constante aprendizaje. En Los ángeles fríos, la autora nos habla desde la calma que da la experiencia, desde la exigencia, con los demás y con uno mismo, que da el paso del tiempo y se entrega a la reconfortante misión de explorar un mundo propio en el que se reconoce como mujer y escritora.

"Saber mirar hacia arriba es un arte que se aprende con el tiempo, cuando se agotan el impulso y la inocencia", nos dice en el poema Los tiempos perdidos, una elocuente declaración de principios que desvela el sentido último de este poemario: dar voz a esa otra voz despiadadamente sincera que únicamente somos capaces de escuchar cuando estamos a solas.

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