Muere Rafael Sánchez Ferlosio

Sobre el poder

Sánchez Ferlosio pronunciando su discurso tras recibir el Premio Cervantes.

Sánchez Ferlosio pronunciando su discurso tras recibir el Premio Cervantes. / Bernardo Rodríguez (Efe)

Ferlosio tenía el aspecto de un hombre enajenado, avaro de sí, en insomnio perpetuo, que actuaba como una suerte de vigilante del idioma, que descubría sus mecanismos y desfallecimientos, como otros descubren préstamos y huellas y, los más, no descubrimos nada. Este perfil alucinado, eremítico, de Sánchez Ferlosio lo convertía, de algún modo, en émulo azaroso de aquellos románticos que atraían sobre sí una locura, un desorden sagrado, a través de los cuales se nos comunicó una Verdad inmarchitable y penúltima. En el caso de Ferlosio, sin embargo, esta Verdad solía tratarse de una verdad modesta, laboriosamente hallada y en absoluto trascendente. Asunto distinto es que su tema –el tema del poder–, posea una fuerte vocación de trascendencia, que acaso haya querido suplir la huida de lo numinoso, ocurrida cuando se acababa el XIX.

¿Es casualidad que dos de las grandes admiraciones literarias de Ferlosio fueran Aldecoa y Benet? Del primero, y sin olvidar su admirable rigor formal, Ferlosio quizá distinguió la delicada piedad para con el caído que alimentó su obra. En el segundo, era su complejidad estilística, hoy algo lejana, la que aún mantiene el prestigio de Benet. Esta inclinación a los aspectos formales de la lengua, no obstante, guardan en Ferlosio un matiz social, un contenido espurio, que en Benet no comparece. En Ferlosio, como decimos, hay una insistente curiosidad por el poder; lo cual equivale a decir una insistente curiosidad por el individuo. Un individuo que se ha formalizado, que se ha rigorizado en los formatos acreditados por la tradición (desde Suetonio y Plutarco, desde San Agustín a Diógenes Laercio, hasta el Lázaro que anticipa su Industrias y andanzas de Alfanhuí), y que adquiere en el Quijote su más alta cota artística, de carácter alucinatorio.

Existe la posibilidad, por otra parte, de que a Ferlosio sólo le interesara, no tanto esa atosigante escalimetría del poder, postulada por Foucault, cuanto un discreto individualismo, vagamente noventayochista, en el que el autor es un eco trágico o una apostilla cómica a sus obras. Es fácil imaginar a un escritor del XVIII sin las exigencias y tiranías de lo biográfico. Pero no a esa tropa romántica que llega a Azorín, por ejemplo, y que en Ferlosio encuentra un hijo memorable: no sólo en cuanto al pintoresquismo requerido (Azorín era a su paraguas y su mentón, lo que Ferlosio a sus cejas despeinadas, sobrepuestas a una mirada abisal). También en una exigencia ética que nos devuelve a Aldecoa y a la cuestión del individuo, de su ventura, de su infortunio. A la cuestión irresuelta de Alfanhuí y sus andanzas, cuya posibilidad, la posibilidad individual del pícaro, opera contra el suelo de la época. Añadamos a esto que Ferlosio conocía la fuerza colosal de la fantasía, quizá la más humana de las fuerzas, y habremos obtenido el retrato de un hombre con vocación de serlo. El retrato de un verdadero hombre.

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