Cosas que acechan en la noche | Crítica

La primera literatura

  • Pilar Vera entrega en 'Cosas que acechan en la noche' una estupenda selección de relatos de terror entre la fábula artúrica y el relato gótico

La periodista de 'Diario de Cádiz' y escritora Pilar Vera (Cádiz, 1975).

La periodista de 'Diario de Cádiz' y escritora Pilar Vera (Cádiz, 1975). / Lourdes de Vicente

Los escenarios de los cuentos nos resultan familiares desde que aprendemos a atender a la voz de mamá junto a la almohada. La lectura aún no ha comenzado en nosotros, o lo hace sólo de forma balbuciente y turbia, y la voz de los mayores es la encargada de introducirnos en esos orbes de fiebre, anhelo y pesadilla, que imitan las arquitecturas del sueño y las superan a veces. Seguirán acompañándonos a todo lo largo del no menos extraño periplo de la vida, con los figurantes que les son consustanciales: el bosque nudoso en que acecha el ogro, la casa de chocolate en el calvero; el castillo en lo alto del risco, donde aguarda una princesa en un ataúd de cristal; los siete hermanos acurrucados en la cabaña del leñador, que amenaza con matarlos porque no puede darles sustento, y la otra cabaña, también en lo profundo de la espesura, en que aguarda una anciana de colmillos afilados. Las ilustraciones, los dibujos animados, las metamorfosis en otros personajes presuntamente más serios de la literatura o el arte los revestirán de nuevos rostros y ropajes distintos, pero ellos siempre estarán allí, en un hueco de nuestra memoria en sombras, junto con los lugares que los vieron nacer: son el último patrimonio de nuestros miedos y esperanzas, de la vida que nos constituye.

Ilustración de Gustave Doré para Barbazul, de Perrault (1862). Ilustración de Gustave Doré para Barbazul, de Perrault (1862).

Ilustración de Gustave Doré para Barbazul, de Perrault (1862). / D. S.

Se dice que el cuento de hadas es cosa de niños: que no puede llamar al portal de la persona adulta con intenciones que merezcan mínimamente el interés. Por razones que también incumben al registro fantástico en general, se pone en tela de juicio que la persona derecha y bien equilibrada pueda prestar crédito a hombres lobo, brujas y trasgos, que comparta las desventuras de princesas y paladines, y pueda sentir como propios países que sólo toleran, en su plasmación pictórica, la humillación del color pastel. Y todo es, naturalmente, falso. La razón de ello se encuentra en mi primer párrafo: ninguna otra literatura, ninguna otra ficción alcanza con la misma violencia y el mismo fulgor el tuétano de nosotros mismos. Porque los adultos somos, como dijo aquel personaje, niños que tienen niños, y el cuento de hadas nos pone drásticamente de nuevo ante nuestra primera condición: son la verdad en estado puro. Y la verdad en la forma en que originalmente se la dispensa. No a través de enunciados, pruebas empíricas, cláusulas apolilladas del sentido común: es la verdad urgente de la metáfora, de la imagen, del doble sentido, de la emoción, sublime o terrorífica, que, alejada por senderos que la razón no vigila, asalta a traición nuestras certezas sin que contemos con armas que las puedan defender.

El cuento de hadas, sobre todo en su vertiente germánica (que es la que patentaron los hermanos Grimm desde su recopilación señera de principios del siglo XIX), se nutre de la mitología y de aquello que, con Jung y sus acólitos, podríamos llamar psicología profunda. Sus argumentos, no por repetidos menos eficaces, y sus criaturas, no por conocidas menos deliciosas o terribles, beben del drama íntimo de nuestra alma y de los múltiples avatares que debe superar para conocerse a sí misma y conquistar el mundo. Hay, ya lo hemos dicho, algo nuclear y auténtico y demoledor en el corazón de todo cuento que el resto de la literatura, la llamada adulta o seria, sólo orilla en sus mejores momentos. Consciente de ese poder atávico, muchos escritores profesionales han intentado imitar su magia y reproducir el misterio con que habla a la zona más sombría de nosotros mismos. Por mencionar sólo a unos pocos, piénsese en las fábulas de Kafka o Monterroso, en los apólogos de Dino Buzzati, en el deslumbramiento que llevó a Italo Calvino, ya avanzada su carrera, a dedicarles recopilaciones, monografías y plagios por igual.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Pilar Vera comprende todos estos puntos con claridad y no se enreda en excusas. Los cinco delicados artefactos que presenta en Cosas que acechan en la noche acuden sin complejos (y también sin concesiones) a la escenografía habitual de la literatura más antigua del mundo y los fantasmas que la habitan, con el fin de sugerirnos alguna oscura moraleja sobre la fugacidad de lo que consideramos real y de lo que se le enfrenta. Ambientadas en reinos remotos tanto del espacio como del tiempo, Centroeuropas legendarias e Inglaterras de teatro isabelino, sus historias giran en torno de una de las épocas angulares del año, caracterizada por ser, simultáneamente, sede de la luz y las tinieblas: la Navidad. Ya mucho antes de los refrescos de cola y el señor vestido de rojo que agita una campana, era esta una fecha álgida que convocaba la exaltación y el miedo. Astronómicamente, se trata del lapso de solsticio de invierno, tres noches en que el sol se hunde en lo profundo y parece morir entre las sombras, pero de donde renace con energías renovadas para triunfar sobre la oposición del hielo. Tras el terror, o junto a él, hay la promesa de una buena nueva: la luz seguirá llegando a nuestras casas y la vida sigue siendo posible al cabo.

Influida también quizá por la fantasy de Tolkien y otros de sus epígonos, Vera elige un lenguaje preciosista, muy cuidado, que elude sabiamente los arcaísmos pero sabe conservar el aura de antigüedad y pureza que sus relatos exigen: retratos de una era perdida que colinda con los sueños, en que lo maravilloso era todavía posible y los seres del otro lado convivían aún con el hombre, compartiendo la linde del bosque y el horno de casa. Una selección curiosa, a medias entre la fábula artúrica y el relato gótico, que revela a una autora interesada en las atmósferas, atenta a esas epifanías que, en medio de la vida doméstica, pueden hacer irrumpir a los seres del más allá. Los primeros que conocemos de niños y que todavía hoy, a pesar de los pesares, siguen visitándonos en los ensueños y las duermevelas, o acechan en la noche espiando nuestros deseos y angustias.

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