La peor parte | Crítica

Siempre novios

  • Presentado por Fernando Savater como su definitivo adiós a la escritura, el recuento donde rinde homenaje a Sara Torres toma la forma de un conmovedor tributo a su mujer fallecida

Sara Torres y Fernando Savater en el promontorio de Finisterre.

Sara Torres y Fernando Savater en el promontorio de Finisterre. / Tricéfalo

Conocimos a Sara Torres en el último capítulo de Mira por dónde, donde Fernando Savater, tan discreto en todo lo referido a la vertiente sentimental de su biografía, contaba cuándo se enamoró del todo de su futura mujer -"desde entonces, entrega, rendición y delirio"- con motivo de la visita de algunos de sus alumnos vascos a Madrid, ocupados en la dudosa tarea -siendo el profesor, ya desengañado de las ideologías redentoras, un mediador poco adecuado- de ganar complicidades más o menos revolucionarias. Era aquel capítulo un breve pero intenso homenaje que destacaba aún más en el conjunto por su posición final, previa al estupendo epílogo, y por el hecho de que Savater apenas había hablado hasta ese momento de sus relaciones afectivas. Doce años después, en Aquí viven leones, que firmaron los dos aunque Torres ya había fallecido -en marzo de 2015- cuando se publicó el libro, el desolado ensayista le dedicaba unas semblanzas que tenían su origen en los viajes compartidos y se ilustraban con fetiches venerados por ambos. Ya antes, en A caballo entre milenios había reproducido las fotos, muy buenas fotos, que su mujer había tomado durante las rituales citas del turf. Con La peor parte, por lo tanto, se cierra un historial que puede ahora reconstruirse, desde la perdurable conmoción por la ausencia, en toda su fecunda y estimulante trayectoria.

Todos los que la conocieron definen a Sara Torres como un carácter libre, temperamental e indomable

También gracias a la "autobiografía razonada" de Savater nos enteramos sus lectores de que el nom de guerre de Torres, desde su juventud batalladora, era Pelo Cohete, debido a una "cresta punki" que no llevó -dice aquí- demasiado tiempo pero le daría ese apelativo con el que el escritor donostiarra, sumido desde la muerte de su mujer en "la niebla de la tristeza", no ha dejado de referirse a ella. Aunque seguido del más preciso sintagma Memorias de amor, el título La peor parte puede ser engañoso respecto al contenido del libro, pues como explica el memorialista -como tal ejerce de nuevo, retomando a veces episodios ya contados en Mira por dónde, ahora desde la perspectiva de su intimidad con Torres- no ha escrito esta suerte de cara B del itinerario público para hablar de su inconsolable dolor por la pérdida, complaciéndose en ese "narcisismo lúgubre" que no siempre saben evitar los viudos dolientes. De hecho, dejando aparte el emotivo prólogo donde explica el sentido de esta última incursión en la escritura, sólo dos secciones, la primera, "Caer en desgracia", donde aborda su presente semipóstumo, y la tercera, que narra los "Nueves meses" de calvario que sufrió Pelo Cohete -que sufrieron ambos- tras el fatal diagnóstico de la enfermedad, tratan de ese tiempo peor que no admite paliativos, en tanto que la segunda y principal, "Mi vida con ella", se consagra íntegramente a dar cuenta -35 años de relación ininterrumpida- al recuerdo de la dicha en el paraíso arrebatado. Y sobre todo a retratar a la persona que lo hizo posible.

Pelo Cohete en una foto de juventud Pelo Cohete en una foto de juventud

Pelo Cohete en una foto de juventud

No sólo Savater, sino todos los que la conocieron definen a Sara Torres como un carácter libre, temperamental e indomable, como una mujer brava e inteligente que no contemporizaba con los idiotas ni tenía pelos en la lengua. Pero gracias a Savater sabemos que era también una mujer -"hostigada por la miseria de la que provenía"- radicalmente tierna, compasiva e hipersensible. Acostumbrado al silencio mezquino que muchos escritores ilustres, tan a veces prolijos a la hora de consignar las más irrelevantes naderías, guardan respecto de las mujeres que los acompañaron y muy a menudo fueron ineludibles partícipes de sus trabajos y días, el lector no deja de aplaudir la insistencia del memorialista en reconocer y celebrar su influjo. El propio Savater cita el alto precedente de John Stuart Mill, el gran autor de Sobre la libertad y La esclavitud femenina, que explicó en su Autobiografía cuánto le debían, él mismo y sus ideas, a su segunda mujer Harriet Tylor, también prematuramente fallecida. Torres, nos dice, llevaba dentro la herida de unos orígenes miserables que de algún modo condicionaron su temperamento, pero su rebeldía, aun cuando la llevara a abrazar por unos meses la militancia etarra, se tradujo siempre en una actitud independiente, ajena a toda clase de gregarismo.

Frente a los "pedagogos 'avanzados'", el amor, sostiene Savater, o es romántico o no es amor ninguno

Ambos se conocieron por una época en la que Savater, distanciado de su anterior pareja, prodigaba las aventuras homoeróticas. Alguna vez lo había sugerido él mismo -hasta donde recordamos de nuestras lecturas de juventud, ya en La escuela de Platón afirmaba que no era, como el propio pensador griego, indiferente a la belleza de los muchachos- y su viejo amigo Luis Antonio de Villena, que actuó como "resignado y escéptico Virgilio de [su] descenso a los infiernos imaginarios", también lo había contado en Mitomanías. No fue, pese a la atracción recíproca, amor a primera vista, pues este, frente a lo que suele decirse, "no se manifiesta de golpe". Poco a poco se convirtieron en inseparables. Savater transcribe algunas de las cartas -por definición entrañables y "ridículas", como dictaminara Pessoa- que cruzaron en los inicios de su relación, cada vez más sólida. Los unieron el cine, la "pasión por lo fantástico y monstruoso", los viajes, la "fibra dulce de la trivialidad" y la lucha hombro con hombro -Pelo Cohete, que parecía pero no era una vasca típica, representaría el paradigma de la xenofilia- contra la "mafia separatista" y el "nacionalismo obligatorio". Hay que descubrirse antes los pocos hombres y mujeres que a finales del milenio, cuando nació la iniciativa Basta Ya, se atrevieron a desafiar a los sicarios del terror -nunca mejor dicho, pues algunos lo pagarían con la vida- a tumba abierta. Y también en este punto Savater, que estuvo entre los primeros y más arrojados de sus integrantes, se autodefine como "héroe consorte".

La pareja durante uno de sus viajes a Venecia. La pareja durante uno de sus viajes a Venecia.

La pareja durante uno de sus viajes a Venecia.

"En el fondo no fuimos amantes ni compañeros (horrible expresión, propia de los naipes o del tenis pero no del amor), tampoco matrimonio: fuimos novios, siempre novios, de los de toda la vida...". Frente a las ideas difundidas por los "pedagogos avanzados", que lo llegan a caracterizar como un subproducto tóxico, el amor, sostiene Savater, o es romántico o no es amor ninguno. Dicha convicción no lo exime de acogerse a la distinción -no del todo clara para todo el mundo- entre la lealtad y la fidelidad, pero se agradece también aquí la valentía. Citando a Prévert, autor predilecto de su mujer, el epicúreo insobornable, el debelador de la tristeza, el apologeta de la celebración permanente, se sorprende por primera vez como un ser desgraciado y concede: "Reconocí a la alegría por el ruido que hacía al marcharse". Del poema final, que leyó en el velatorio, basta consignar su título: "Gracias". Cuando pase el tiempo y ya tampoco Savater pertenezca a este mundo, se verá aún más claro que sus libros -incluido este, que ojalá no sea el último-, pese a las muestras de distancia con las que suele referirse a ellos, habrán sido y seguirán siendo uno de los baluartes que nos protegen de la barbarie.

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