La otra tierra. Marte como utopía | Crítica

Planeta rojo

  • Daniele Porretta retrata en un libro cómo el hombre ha volcado sus sueños, anhelos y temores en su idea de Marte

Cartel de la película 'Robinson Crusoe on Mars' (1964), de Byron Haskin.

Cartel de la película 'Robinson Crusoe on Mars' (1964), de Byron Haskin. / D. S.

El 25 de mayo de 2008, el módulo de la Phoenix Mars Lander, misión iniciada pocos meses atrás en la base estadounidense de Cabo Cañaveral, se desplazaba por primera vez a través de las arenas de Marte. Aparte de la predecible tecnología de microscopios, sondas y escáneres, el aparato llevaba consigo un DVD repleto de información sobre el nuevo mundo, que le había sido suministrada por la Planetary Society. Dicho DVD, donde se contenían, entre discursos de Carl Sagan y Arthur C. Clarke, los diversos libros que a la geografía marciana dedicaron los astrónomos Giovanni Schiaparelli y sir Percival Lowell, amén de las fantasías alumbradas por H. G. Wells, Edgar R. Burroughs, Asimov o Bradbury, debía de servir al hipotético marciano del futuro, al explorador de la frontera del que sólo nos separaban tres o cuatro generaciones, como una especie de cápsula del tiempo o prisma nostálgico desde el que mirar atrás, a lo que Marte había sido para los hombres que los precedieron. Ese DVD, que sigue allí, en las entrañas de una máquina varada en una duna de la que nos separan doscientos millones de kilómetros, contiene el mito completo de Marte, el que nos ha iluminado y desvelado, el que ha excitado a partes iguales nuestra ansiedad y nuestro anhelo.

Como muy bien relata Daniele Porretta en su libro dedicado al asunto, el planeta rojo tomó en su momento el relevo a la luna como sede de los sueños irrealizados (no sé si irrealizables) de los hombres. Una vez que nuestro satélite, destino de las primeras expediciones interplanetarias de la literatura (la de Luciano, la de Cyrano de Bergerac, la de Kepler, la de Wilkins), fue perdiendo su aura de maravilla, a causa sobre todo de la indiscreción de los telescopios y de los avances en cuestión astronómica, le cupo a Marte, el cuerpo más próximo a la Tierra y más similar a ella en tamaño y carácter, empuñar la linterna de la utopía. El positivismo del siglo XIX, envalentonado por todos sus logros mecánicos, mirará más allá del cuarto creciente para posar su objetivo en aquel punto rojo que, desde los tiempos clásicos, había representado a la divinidad del fuego y de la sangre y que había presagiado la guerra en las cartas de los astrólogos. Con Schiaparelli a la cabeza, descubridor de los famosos canales que rasgaban la superficie del nuevo mundo de un hemisferio a otro, nace una ciencia insólita, la areografía (de Ares, nombre de Marte en griego), preludio de la invención de Marte como una segunda Tierra, de donde puede provenir la salvación de la humanidad pero también lo que la destruya.

Hasta inicios del siglo XX, Marte, alimentado por los desvaríos de científicos soñadores, médiums y autores de folletines, es un noble desierto salpicado de ruinas, donde una raza desgraciada y tranquila, condenada por las inclemencias ambientales, se entrega dócilmente a la extinción. Ese pueblo de gentes apáticas y verdes, en las que los terrestres contemplan a un vago antepasado, se convertirá, por mor del afán de denuncia anticolonialista de H. G. Wells, en una raza de asesinos dispuestos a comerse nuestro mundo después de devastar el propio: nace el concepto de marciano terrible, voraz, bélico, que alumbrará gran parte de la ficción del siglo y que llenará libros y películas de tentáculos y discos voladores. Así se revela más que nunca que el astro rojo no consiste sino en una versión especular de la Tierra: una lente amplificada donde sus miedos, sus ansias, sus proyectos truncados, sus temores secretos, se agigantan hasta el paroxismo. En décadas sucesivas, a través de las invenciones de Wells, Burroughs, el soviético Alexándr Bogdánov y los cineastas de la Guerra Fría, Marte será cuna de enemigos acérrimos, el paraíso del socialismo científico, la jungla salvaje y sin desbrozar por que suspiran los últimos aventureros, el centro de control de la tiranía comunista. Hasta llegar al día de hoy.

Marte sigue siendo utopía y tierra de promisión, ahora del capitalismo tardío

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Y hoy, ¿qué es Marte, hoy? ¿Qué queda —nos pregunta Porretta— del amable mito del mundo de arena en este tiempo de la carrera espacial privatizada, de los cohetes chinos y las barrabasadas de Elon Musk? Marte sigue siendo utopía y tierra de promisión, ahora del capitalismo tardío: una vez aniquilado el planeta azul, esquilmadas todas sus formas de energía, envenenados sus mares y convertidos sus bosques en vertederos, el crecimiento exponencial de la economía nos llevará a colonizar el rojo, a saltar a un más allá donde seguir produciendo sin tregua y consumiendo sin dolor, hasta que se presente un nuevo candidato para la explotación. De todas las utopías que presenta Porretta, ninguna es tan lamentable y obtusa, tan probable, como esta.

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