La sirena y la señora Hancock | Crítica

El mundo de la sirena

  • La primera novela de la antropóloga e historiadora inglesa Imogen Hermes Gowar plasma el Londres de finales del XVIII en una historia de extraordinaria inmersión sensorial, que juega de forma sutil con lo imposible

La escritora británica Imogen Hermes Gowar.

La escritora británica Imogen Hermes Gowar. / M. G.

¿Qué es una sirena? Un ser volátil y emplumado, de hermosa voz y naturaleza sádica. ¿Qué es una sirena? Una hermosa doncella, medio en cueros, que te encanta para devorar tu alma. ¿Qué es una sirena? Alguien que te llama a hundirte entre los arrecifes o, traducido a ámbito cristiano, a la perdición y el pecado, a la lujuria. Sí, pero ¿qué es una sirena? Un espíritu del agua, bello y salvaje, capaz de traerte múltiples dones, pero al que no puedes poseer sin castigo.

Una sirena puede ser muchas cosas y, en su reducción, no deja nunca de ser una sola. Eso –que tan bien explicaba Roberto Calasso– es, entre otros temas, lo que nos cuenta Imogen Hermes Gowar en La sirena y la señora Hancock: una primera novela que se basta por muchas, y que ya quisieran muchos otros. La sirena es, en cualquier caso, sutil. La novela de Gowar comparte con Susanna Clarke y su Jonathan Strange y el señor Norrell estilo y sentido de lo fantástico. Pero mientras que en Clarke el elemento fantástico es central y protagonista desde el mismo inicio de la historia, para Gowar lo sobrenatural apenas es una sugerencia. Comparten ambos títulos, también, escenario y épocas similares: si Jonathan Strange se sitúa en los inicios del siglo XIX en el Reino Unido, La sirena y la señora Hancock nos traslada al Londres del último tercio del XVIII. 

Gowar es licenciada en Antropología, Historia e Historia del Arte. Su trabajo de fin de carrera trataba los "utensilios": es decir, sobre la fascinante historia de los objetos –que sí es fascinante–. Una querencia que la llevó a trabajar durante un tiempo en el Museo Británico, el paraíso de todo fetichista histórico. Entre los miles de objetos de su exposición, arrumbada en un rincón, hay una sirena. Más exactamente, un "espíritu del mar" japonés : unos maniquíes que se confeccionaban uniendo la mitad del cuerpo de un mono y la mitad del de un pez. Básicamente, su aspecto coincide con el de una sirena occidental, sólo que sin interfaz tentadora.

¿Qué habría pasado –se preguntó la historiadora Imogen– si a manos de un capitán o de un comerciante de la época hubiera llegado algo como esto? Y la fabuladora Imogen se decidió a responderle: "Era fácil que mi amor por la época terminara cuajando en una historia", dice la escritora.

Todo el libro, deliciosa, es muy deudora de los primeros grandes novelistas ingleses, como Defoe o Thackeray

La especialización académica de Gowar no es secundaria en este caso, sino que ha resultado definitiva –junto con el tono narrativo y la presencia de ese otro mundo intuido, casi inasible– a la hora de eclosionar en el gran trabajo que es esta novela. Gowar consigue introducirte en el Londres georgiano con una facilidad plástica, no impostada. Sus colores son los nuestros; sus ropas nos son familiares; compartimos los bocados que les gustaban y las fruslerías con las que se antojaban, aquello que les enternecía, la brutalidad que tan frecuentemente les sacudía. Al fin y al cabo, eso es lo que se busca al asomar a un relato mínimamente histórico: estar allí sin gran esfuerzo, sin explicaciones, sentirte cercano a aquellos que pisaron la tierra hace tanto, pero que podían llegar a ser tan parecidos.

Lo sensorial es una cuestión importante: importantes son en la novela la sensualidad y el erotismo –al fin y al cabo, esta es una historia de sirenas: pocas criaturas más hedonistas y disfrutonas–. Su protagonista femenina es Angelica Neal, una cortesana de altos vuelos que se topa con el accidental poseedor de la sirena-mono: el vapuleado señor Hancock. En ella vemos cierta vocación de Moll Flanders, pero todo el libro es muy deudor del trabajo de los primeros grandes novelistas ingleses, en especial, de La feria de las vanidades de Thackeray –pues no otra cosa se dedica a retratar–. Defoe, Thackeray, Stern, autores que vieron con claridad que el puritano Progreso del peregrino había quedado desfasado y que los recorridos vitales que había que reseñar eran muy distintos. Más terrenales. Sin miedo a la carne. Y mucho más divertidos.

Y por último, pero no lo último, apuntemos que es justo preguntarse cuánto del gran encanto que reúne esta novela se debe a la traducción, cariñosa y cuidada, realizada por Carlos Jiménez Arribas.

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