Diario de duelo | Crítica

Una vibrante oscuridad

  • Hermida Editores publica los 'Diarios de duelo' de Mary Shelley, en selección y traducción de Gonzalo Torné, donde se recoge la parte más romántica y accidentada de la vida de ambos: Mary y Percy Shelley

Conocida imagen de Mary Shelley, retratada por Rothwell (1840)

Conocida imagen de Mary Shelley, retratada por Rothwell (1840)

Estos diarios, traducidos y espigados por Gonzalo Torné, abarcan poco más de nueve años. Los mismos que transcurren entre la huida de los jóvenes Mary Godwin y Percy B. Shelley, en busca del cumplimiento de sus amores (1814), y la aflictiva añoranza de Mary Shelley tras perder a su marido aguas de Livorno, a bordo de su velero, el Don Juan (1823). Entre medias, como ya conocerá el lector, ha ocurrido el viaje del matrimonio Shelley a Suiza, en pos de Lord Byron (1816), cuyos frutos literarios, auspiciados por un verano inhóspito y la acogedora umbría de Villa Diodati, serán El vampiro de Polidori y el Frankenstein de Mary Shelley.

Gracias a estos Diarios, es posible seguir la biografía intelectual de Percy y Mary Shelley

No es éste, sin embargo, el mayor ni el único interés que arrojan estos Diarios del duelo. Al igual que nos ocurre con su criatura sin nombre (“Paso la mañana completamente sumergida en la escritura de mi relato sobre el monstruo”, leemos en la entrada del 12 de agosto de 1816); es posible seguir una completa biografía intelectual, vale decir, literaria, de los autores. Y decimos autores, no sólo porque esté escrito por ambos -en sus comienzos-, sino porque se trata del diario de una vida en común, y como tal, se consignan las preferencias y lecturas de cada uno de ellos. En este sentido, cabe destacar la importancia de los autores clásicos en la cultura del matrimonio (recordemos que “el monstruo” había leído a Plutarco junto a las Escrituras); pero también, el útil político que se desprende de ellos y que encontrarán en Gibbon, en Voltaire y en el venerado Rousseau de la joven Mary, a quien sitúa muy por encima del desdichado autor de The decline and fall of roman empire. Por otra parte, dicha atención a los clásicos, heredada del XVIII, no hace sino subrayar un hecho obvio: el Romanticismo no es sino una lectura distinta de unos mismos sucesos e idénticos autores. Para lo cual podría servirnos el propio Rousseau y su incapacidad, señalada por Chateaubriand, de apreciar el paisaje. Esto mismo, sin embargo, es lo que distingue estos excelentes -y en tal sentido, tópicos- diarios de Mary Shelley: las apuntaciones de la autora están llenas de juicios estéticos, de descripciones paisajísticas que en el siglo anterior se hubieran consignado como atrevidas, inútiles o poco juiciosas.

Unas descripciones, por otro lado, que abundan en dos temas románticos, que aquí se abordan con perspicacia. Una de ellos es la repercusión, el eco, el paralelismo, que el autor romántico establece entre el paisaje y su estado anímico; y el siguiente, la atención a los sentimientos, a la imaginación, a lo inefable, que todo ello supone. Como parece obvio, Diario de duelo es un diario del dolor; pero, principalmente, sustantivamente, es un diario. Lo cual trasluce, por un lado, una acusada voluntad subjetiva; y por el otro, una voluntad, igualmente acusada, de objetivar el piélago de los sentimientos. Esa doble ordenación es la que contemplamos aquí en su trabajoso hacerse: como expresión de lo sentimental, y la búsqueda de los términos adecuados para hacerlo, y como la anotación precisa del carácter, la variedad y el alcance de tales sentimientos.

A este respecto debe entenderse el vivo interés de Shelley, no sólo por lo monstruoso, sino por las deformidades que pudiera albergar el alma humana. También por aquello que acaso nos aguarde, como una oscuridad vibrante, tras la muerte. La requisitoria decimonona de los fantasmas no puede separarse, entonces, ni de los experimentos electro-magnéticos de aquella hora ni de las especulaciones científicas que Mary Shelley recogerá, dramáticamente, en su Frankenstein. No se equivocaría, pues, el lector que concibiera dicha novela como una obra científica. Pero dentro de aquel vago cientifismo entraba la posibilidad misma del ultramundo. Y en consecuencia, la posibilidad de que Shelley, el poeta, el amado, la sombra amiga, aguardara a la joven Mary en alguna tiniebla promisoria.

Todo ese drama de lo inefable, expresado científicamente, sentido subjetivamente, vivido como una liberación política y social, soñado como una profunda y lírica cosmología, es lo que aquí se anota como al paso, pero por una inteligencia vívida e impar, lacerada por la soledad y urgida la muerte. Esa inteligencia herida se llamó Mary Godwin, y acaso fue más grande que su amado Shelley.

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