Estudio en negro | Crítica

El detective sin nombre

  • José Carlos Somoza viaja a la Inglaterra de finales del XIX, la del imperio del vapor y la biela y las multitudes londinenses, para proponer un cautivador homenaje a la figura de Sherlock Holmes

El novelista José Carlos Somoza (La Habana, 1959).

El novelista José Carlos Somoza (La Habana, 1959). / Juan Carlos Vázquez

El próximo año se cumplirán 20 de la publicación de una novela que cambió las tornas del género policíaco no sólo en el ámbito del castellano, sino en el extenso sentido internacional de la expresión. La caverna de las ideas nos presentaba, y seguirá presentando a aquellos desafortunados que aún no hayan tenido ocasión de cruzarse con ella, bajo la aparentemente anodina forma de una novela histórica en torno a la Academia de Platón, un endiablado juego textual de una originalidad que rara vez ha sido emulada en nuestras letras, dentro o fuera de ningún género específico. Aunque su autor, José Carlos Somoza (La Habana, 1959), había demostrado ya su buen hacer en otros títulos previos como Cartas de un asesino insignificante (1999) o Dafne desvanecida (2000), fue quizá con aquella fábula griega, trufada de rituales atávicos y reflexiones, no por sesudas menos intrigantes, sobre el hecho literario y su condición de espejo deformante de la realidad, con la que consiguió acceder a la mayoría de edad y convertirse en un autor hecho y derecho, en posesión de todas sus facultades.

Durante las dos décadas posteriores, hasta el día de hoy, seguirían otras tantas propuestas que vendrían a confirmarle (dice bien la pestaña de la última de ellas) como el principal innovador de la novela de misterio en nuestro idioma. Espigo al azar algunas de las que me vienen a la memoria, todas recomendables: Clara y la penumbra (2001), en torno a los abusos del arte contemporáneo y lo que sucede cuando atraviesa los márgenes espinosos de la dignidad humana; La Dama Número Trece (2003), sobre el poder secular de la poesía para despertar lo más celestial y lo más terrible del espíritu humano; Zigzag (2006), en que un desgraciado experimento con la física de supercuerdas alumbra un monstruo capaz de violar el espacio y el tiempo; El cebo (2010), una de mis favoritas, centrada en una brigada especial de policía que desarma a los criminales con gestos magnéticos, heredados del mimo y la danza. Con cada una de ellas, Somoza va afinando su arte, haciéndolo más sencillo y perfecto, siempre desde el objetivo, a la vez de envolver al lector en una trama sin hilachas sueltas, de llevarle de paseo por algunas de las orillas más resbaladizas de la condición de hombre.

Los argumentos de Somoza suelen respetar las pautas de la narración policíaca; frecuentemente, ayudado de un utillaje más afín al fantástico o la ciencia ficción, dichas convenciones se abren en otras direcciones y terminan por desaguar en el relato psicológico, el terror, incluso la novela de tesis. De ello y todo lo otro es un buen ejemplo Estudio en negro, su último producto hasta la fecha y, según promete la editorial, el inicio de toda una trilogía. El marco viene delimitado por una época que la literatura ha frecuentado a menudo, esas postrimerías del siglo XIX que en Inglaterra asisten a la eclosión paralela del imperio de la reina y de aquel otro, no menos ecuménico, del vapor y la biela; es la edad del Londres multitudinario, de los mendigos y los coroneles de la India, de los clubes exclusivos donde se juega al whist, de las aventuras en desiertos y manglares coloniales, de los aristócratas y las sirvientas con cofia y los cuentos de fantasmas y los detectives, ah, los detectives. Precisamente en pos del más famoso de todos ellos y en la estela de su mitología retrocede el autor, para trasladarnos al Portsmouth de 1882 y presentarnos a cierta miss McCarey, que acaba de ingresar como enfermera en un asilo para alienados de postín.

Portada de la novela. Portada de la novela.

Portada de la novela. / D. S.

El argumento, sobre cuyo desarrollo prefiero no dar más indicaciones de las precisas, sigue los encuentros y desencuentros de la protagonista con sus compañeras en el puesto (la enfermera Susie Trench, cotilla y dicharachera, la estricta gobernanta Braddock, otras), con el infame Robert, que la explota y compadece a partes iguales, y, sobre todo, con el exótico señor X: el paciente al que debe dedicarse mayormente a atender y quien, a pesar de sus desplantes y rarezas, acabará por despertar en ella una admiración no exenta de afecto. Cuando una serie de crímenes salpicados de detalles escabrosos (esto suele ser marca de Somoza) comiencen a asolar la tranquila ciudad portuaria, el señor X tratará, contra el parecer de su cuidadora y la propia policía, de poner las cosas en claro y desenmascarar al culpable último; debiendo descender para ello, en lo que es la dimensión más original y sugestiva de la novela, en un submundo que es el del teatro y a le vez no lo es: allí donde el teatro se remonta a su origen y se presenta como ceremonial de expiación, sangre, eucaristía, violencia mística.

Muy a menudo, las obras de Somoza esconden, bajo su apariencia inocente de juego de adivinanzas, meditaciones nada complacientes sobre la crueldad de los hombres y los lazos, muchas veces oscuros, que los unen al placer estético, al misterio de la belleza, al intelecto más fino y depurado, a la vida corriente de todos los días. En este sentido, Estudio en negro supone una nueva estación de la larga serie que lleva ocupándole durante dos décadas hasta este punto y aparte: contenida en la prehistoria de un famoso detective al que ni siquiera hay que nombrar, porque basta la elocuencia del título. Una muestra más de esa excelente forma de trabajar con la imaginación y el suspense a la que suele tenernos habituados a sus lectores.

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