El país de los sueños perdidos | Crítica

Una historia del conocimiento

  • Taurus publica un espléndido resumen de la historia científica española, encaminada tanto a una serena vindicación de sus logros como a la necesaria promoción de la ciencia en 'El país de los sueños perdidos'

El profesor y académico madrileño José Manuel Sánchez Ron

El profesor y académico madrileño José Manuel Sánchez Ron

Con el subtítulo de “Historia de la ciencia en España”, el profesor y académico Sánchez Ron ha ensayado una empresa mayor, más ancha y ambiciosa, que excede el marco geográfico y la vicisitud histórica que tal subtítulo sugiere. Quiere decirse que El país de los sueños perdidos, a pesar del melancólico encabezamiento, no es ni la historia de una derrota ni la lamentación de un secular retraso. Antes bien, se trata de una historia de la ciencia, filtrada por la ejecutoria peninsular, desde San Isidoro a nuestros días, y ello con varias acotaciones decisivas, que contribuyen a situar el papel de España en el mundo moderno, en su verdadero relieve e importancia, estrechamente vinculado al descubrimiento de América.

Sánchez Ron destaca la importancia de la ciencia española en el orden de las “ciencias sociales”

Una primera acotación, ya insinuada, es la extraordinaria relevancia científica del Nuevo Mundo, cuyos hallazgos de todo orden, diligentemente anotados, son los que permitirán, no sólo una nueva forma de hacer historia, más cercana a Heródoto, como recuerda Momigliano, sino una documentación lingüística, etnográfica, antropológica, etcétera (pensemos en el inquisidor Landa, en el Inca Grarcilaso o en el mismo padre Las Casas), que contribuyó decisivamente, entre otros muchos factores, a este vasto movimiento que conocemos como Renacimiento. Ahí es donde Sánchez Ron destaca la importancia de la ciencia española, en el orden de las “ciencias sociales”, y cuya relevancia se verá ensombrecida por la exactitud de la física newtoniana y la consecuente “Revolución científica” del XVII. En este sentido, Sánchez Ron recuerda que aquella revolución no hubiera sido posible sin los colosales hallazgos previos del Renacimiento; y que dicha remoción científica del orbe se debió, no a la perspicacia protestante, que diría Weber, sino a lo que Huizinga definió como un triunfo de la latinidad, de la Europa mediterránea.

Sea como fuere, es la propia preponderancia política española del XVI-XVII la que obligará a una reserva científica que afecta a la cartografía y las ciencias vinculadas a la navegación. También los numerosos conflictos derivados de la Protesta aquejarían a la ciencia española de un modo particular: derivándola hacia un sentido práctico. Vale decir, esquivando el escollo doctrinario En este aspecto es donde Ron sitúa la prevalencia y el interés de Jorge Juan, Antonio de Ulloa y Celestino Mutis, cuya importancia coincide con el impulso, no menor, de la erudición y la ciencia durante el XVIII español. De hecho, Sánchez Ron no dejará de señalar el relieve del gabinete de Historia Natural, proyectado por Villanueva (hoy Museo del Prado), así como el Botánico y el observatorio colindantes, y cuyo telescopio fue diseñado por Herschel, que tenía el suyo en Bath. Tampoco está de más recordar que el primer museo arqueológico se estableció en Nápoles, a instancias del futuro Carlos III, como fruto de las excavaciones en Pompeya y Herculano de Alcubierre, instigadas por el propio rey. Sin embargo, es la invasión francesa la que coartará esta adecuación española a la exigencia científica europea. A la extraordinaria devastación que supuso la guerra de la Independencia (en términos económicos y humanos), le sucedieron varias guerras civiles e inumerables pronunciamientos y asonadas que dificultaron, en gran medida, la marcha normal de la ciencia española durante el XIX. Lo cual volvería a repetirse con la guerra civil del 36 y su consiguiente exilio.

Aun así, España no dejó de proporcionar una importante nómina de científicos, desde Echegaray y Ramón y Cajal (ambos Nóbeles, uno de literatura y otro de medicina), a Torres Quevedo, Negrín y De la Cierva. En todo caso, la ciencia no salió favorecida con el periodo de aislamiento que sucedió a la guerra, y sólo paulatinamente será objeto de una mayor atención legislativa, cuya función es, obviamente, acortar la “brecha tecnológica” con el resto de los países avanzados. Unos países entre los que ocupamos un lugar destacado, como recuerda aquí Sánchez Ron, pero con los que aún nos hallamos en desventaja. La cuestión que se plantea entonces este excelente y documentado volumen es una cuestión prospectiva: conocida la historia de la ciencia española, tan eminente como azarosa (“el pasado ya pasó”, concluye el autor), qué haremos, qué debemos y podemos hacer para mejorarla.

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