De libros

Las grandes virtudes

  • Coinciden en la estanterías volúmenes como 'La pequeña pasión', de Pilar Pedraza, y 'Cómo sobrevivir con 36.000 dólares al año', de Francis Scott Fitzgerald.

Siendo una de las grandes cultivadoras del género fantástico, Pilar Pedraza no ha acabado de hacerse un hueco entre los autores predilectos del gran público, ello a pesar de que entre sus fieles devotos se cuentan lectores tan poco falibles como Fernando Savater. El pensador donostiarra siempre ha apoyado la obra de Pedraza -una vez más, en la entrevista con Jesús Marchamalo que recoge Donde se guardan los libros (Siruela)- frente al ultrarrealismo celebrado por la crítica más atocinada, como suele calificarla el bienhumorado autor de Apóstatas razonables. Publicada por Tusquets en 1990, La pequeña pasión fue la tercera novela de la escritora toledana -después de Las joyas de la serpiente (1984) y La fase del rubí (1987)- y acaba de ser felizmente reeditada por Cátedra, precedida de un extenso estudio introductorio de Norberto Luis Romero. El volumen aparece en una nueva colección, Letras Populares, dirigida por Javier Fernández y Ana Belén Ramos, que se proponen aplicar el rigor y la pulcritud de las bien conocidas colecciones universitarias de Cátedra a un catálogo en el que convivirán los géneros policiaco, de terror, aventuras o ciencia ficción. La novela de Pedraza, una delicia, bien podría haberse titulado, a la manera dieciochesca, "Leonisa en los infiernos, o un paseo por el lado oscuro".

El título de Cómo sobrevivir con 36.000 dólares al año, un estupendo librito de Francis Scott Fitzgerald que ha publicado Gallo Nero, puede inducir a error si no leemos el segundo de los artículos recogidos en el volumen, Cómo sobrevivir con casi nada al año. Ambas suertes conllevan sus riesgos, pues fue precisamente la abundancia lo que acabaría llevando a Fitzgerald a la ruina, pero en realidad los dos títulos son irónicos, dado que el segundo se refiere a la vida del escritor en la Riviera. Leído a la luz de su trayectoria posterior, el libro provoca cierta melancolía, pero en estas páginas de juventud el mundo era todavía un escenario luminoso, concebido para la felicidad de los ególatras románticos. Publicados por The Saturday Evening Post en abril y septiembre de 1924, los artículos son autobiográficos y muy divertidos, aunque la ligereza de Fitzgerald -que cuenta los palos de golf entre sus "gastos domésticos"- no resulta muy apropiada para los tiempos que corren. La edición recoge un curioso epílogo de William J. Quirck, La declaración de la renta de F. Scott Fitzgerald, donde nos explica con todo pormenor los ingresos del escritor, que pese a su fama de manirroto llevaba un escrupuloso registro de cuentas. En estas páginas, traducidas por Julia Osuna, el norteamericano practica un humor muy british, a lo Wodehouse. Conviene leerlas para apreciar mejor el sarcasmo de quienes nos invitan al ahorro.

Entre otras muchas consecuencias lamentables, la crisis brutal que padecemos ha tenido el efecto de prestigiar la mentalidad, en otro tiempo tenida por mezquina, del tendero de barrio. Esa mentalidad es la más adecuada para los gestores públicos, por supuesto, pero la prudencia exigible a los guardianes del Erario, que así escrito parece una bestia mitológica, no tiene por qué aplicarse a nuestro modesto patrimonio particular. Se puede ser pobre y derrochador -hay que vivir siempre por encima de las posibilidades, de acuerdo con la famosa sentencia de Wilde- como otros, acogidos a la santa desvergüenza, presumen de acaudalados y avarientos. Es obligado trabajar duro y pagar alegremente los impuestos, pero no se nos puede pedir que vivamos todo el día pendientes de la peseta. Nadie lo ha expresado más clara y hermosamente que Natalia Ginzburg, la maravillosa escritora italiana, al comienzo del ensayo que da título a Le piccole virtú (Las pequeñas virtudes, Acantilado): "Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero".

Decía la semana pasada Abelardo Linares, con motivo de la presentación de la nueva edición de La copla andaluza, publicada por la Fundación Archivo Rafael Cansinos Assens, que no consta que su autor tuviera un gusto especial por el flamenco. En efecto, Cansinos era un bohemio muy particular, al que no imaginamos bailando el agua a los señoritos -los de entonces o los nuevos, que como es sabido han cambiado el cortijo por la delegación o la consejería-, entonando ayes desgarrados -pero sí dulcísimas letanías- o aplaudiendo a rabiar en los tablaos de la ciudad en la que pasó la mayor parte de su vida. En su exilio de Madrid, el poeta sevillano no se olvidó nunca de la prodigiosa Andalucía, a la que dedicó muchas bellas páginas rebosantes de devoción y de nostalgia. Aunque no siempre lo parezca, a juzgar por el espeso mundillo que lo rodea, el llamado cante jondo es una cosa muy seria. Este "ensayo de interpretación" lo explica de un modo lúcido, emocionante y verdadero, sin alharacas ni cascabeles. Ojalá las autoridades, todas las autoridades, invirtieran en fundaciones como la que dirige Rafael Manuel Cansinos, el hijo del escritor, la milésima parte de los fondos que destinan a bienales, espectáculos y demás celebraciones de lo nuestro.

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