Los girasoles de hierro | Crítica

Postales críticas de Ucrania

  • En 'Los girasoles de hierro' el corresponsal Amador Guallar, que anteriormente había sido reportero en Somalia, Afganistán e Irán, analiza los preámbulos y el presente de la guerra

Un hombre herido por los bombardeos rusos camina por la ciudad ucraniana de Jarkov.

Un hombre herido por los bombardeos rusos camina por la ciudad ucraniana de Jarkov. / Alex Chan / Zuma Press

Entre otros aspectos, tal vez secundarios, lo que la guerra de Ucrania está destapando es, por un lado, el desinterés que en su día produjo en Europa la guerra del Donbás en 2014 y, por otro, las tribulaciones que rodean al oficio de informar en tiempos de guerra cuando uno, el corresponsal, forma parte del hábitat de la propia destrucción.

Nos parece que el libro de Amador Guallar (reportero en Somalia, Afganistán e Irak entre otros conflictos y ahora informador para La Sexta y La Razón), tiene su primer acierto en el subtítulo del mismo: Despachos desde Ucrania (2014-2022). Las crónicas aquí agavilladas son justo esto mismo: un logrado híbrido entre el despacho noticioso, la crónica urgente, el diario y la reflexión escrita al amparo del llamado periodismo de segunda velocidad.

Asimismo, “los girasoles de hierro” a los que alude el título principal son una metáfora plástica, literaria y humana de los voluntarios y soldados que combaten en el frente (no faltan los mercenarios) y, por añadido, de los lugareños que no huyeron de sus ciudades bombardeadas y perseveran con lo venidero pensando, aun en mitad de la calamidad, en reconstruir sus hogares (como Igor o Eduard, supervivientes en la localidad de Yitomir, próxima a Kiev).Lo primero que hay que recalcar es que el aquelarre de Ucrania no se entiende sin el preámbulo de la citada guerra de secesión en el Donbás, iniciada el 6 de abril de 2014 (casi al alimón de la anexión formal de Crimea por parte de Putin). Al respecto, hemos señalado ya tropecientas veces la necesidad de ver la fría y casi distópica Donbass, la película de Sergei Loznitsa. Mientras informa desde la sufrida Sloviansk (trepidante su crónica bajo la noche por infames carreteras camino de Jarkov), Guallar no olvida que aquí mismo, en este punto casi lindero con Rusia, los ucranianos libraron en 2014 salvajes combates con los separatistas prorrusos (casa por casa, cuerpo a cuerpo). Pero esta guerra, decíamos, apenas si tuvo eco a la hora de la cena en países de occidente.

De igual modo, la primera parte del libro se centra en la revuelta popular, proeuropea y antirrusa en el Maidán (tradúzcase por golpe de estado a las claras). Ocurrió entre fines de 2013 e inicios de 2014, en el corazón de Kiev, lo que propició la caída del presidente Yanukovich y, por ende, el estallido de la guerra en el este de Ucrania en sus regiones más contestatarias (se habla ahora de Novorrosia –nombre más propio para una urbanización marbellí– para designar al arco que el Kremlin considera bajo su batuta moral: lo que va de Jarkov a Crimea y a las regiones orientales del Donbás).

Amador Guallar vaticinó entre otras voces que la revuelta del Maidán, sellada con la sangre de sus mártires, no iba a alumbrar nada feliz en lo venidero. La excusa putiniana de querer desnazificar Ucrania tuvo algo de verdad en el fondo (no en la forma horrible en que lo ha hecho). En el Maidán se prodigaron jóvenes y no tan jóvenes ultranacionalistas vinculados a la extrema derecha. Muchos de ellos, enrolados luego en el Batallón Azov y otros tantos de parecida laya, tenían su expresión en los estadios de fútbol de ciertos equipos (ver esvásticas en los graderíos no era una rareza).

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

En pleno ardor patriótico del Maidán, Guallar no olvidó acudir en Kiev a la zona de Babi Yar, a las afueras, donde se perpetró en la Segunda Guerra Mundial un horroroso pogromo por parte del ejército alemán y de ciertas partidas conniventes de ucranianos (29 y 30 de septiembre de 1941: 30.000 almas asesinadas entre judíos y soldados del Ejército Rojo). Lo que fue esa otra boca del infierno, hoy convertida en un espacio bucólico, también lo filmó Loznitsa con material inédito de archivos en su perturbadora y más reciente Babi Yar.

La segunda parte de Los girasoles de hierro la integran sus crónicas enviadas al inicio de la invasión de Ucrania (febrero-abril de 2022). “Transitar por una ciudad vaciada por la guerra es como ver a una vaca delgada momentos antes de que el hambre extrema la mate”. La nota la escribe Guallar desde la citada Yitomir, otrora e histórica parte de la Rus de Kiev. En Járkov (ahora mismo es Jersón la línea de defensa rusa para evitar el avance ucraniano), visitamos los sótanos y búnkeres donde resiste la población. En Odesa, el periodista se topa con el celo del ejército de Zelenski para poder informar sin ocultamientos. Kiev sólo muestra lo que desea para conmover (caso de los cadáveres esparcidos en Bucha); pero tapa información relevante o comprometedora, sobre todo si uno no es, como dice Guallar, periodista de un medio estelar (CNN, BBC o The New York Times).

Guallar se pregunta cuándo se informa y cuándo se está haciendo pornografía del sufrimiento

En Leópolis asistimos al funeral de un soldado muerto y al desgarro de la madre bajo el secreter de una imponente iglesia barroca. De nuevo en Yitomir, la visita al hospital de maternidad resulta turbadora (niños heridos, lisiados y pequeños moribundos) y crea zonas de sombra deontológica. ¿Hasta qué punto se informa y hasta qué punto se cae en la “pornografía del sufrimiento”?

Por último, otro de los logros del libro es que se airean en voz alta las miserias de la profesión. Caso de periodistas tipo youtubers, todólogos de tertulia de televisión y turistas de la información. Todo reportero de guerra se debate entre la futilidad, el compromiso y la deshumanización. Pero hay quien, de Vietnam a Ucrania, pasa por encima de los mínimos códigos. Pero esto, en fin, es otro asunto.

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