La enfermedad del aburrimiento | Crítica

Me aburro

  • La investigadora Josefa Ros Velasco se acerca en un libro, buscando la precisión y descartando las mitologías y los misticismos, a 'La enfermedad del aburrimiento'

‘Melancolía’ (1893), de Edvard Munch, expresión del ‘mal du siècle’.

‘Melancolía’ (1893), de Edvard Munch, expresión del ‘mal du siècle’. / D. S.

El espléndido, tan apasionante como exótico libro de Josefa Ros Velasco nos pone de frente una paradoja sangrante: el aburrimiento es uno de los sentimientos (emociones, temperamentos, coyunturas, que nunca queda claro por completo) más ubicuos en el mundo en el que vivimos pero de los que menos se habla. Esto, entendido académicamente y pese a que el monto de publicaciones especializadas haya aumentado en los últimos años y a que las ciencias médicas, vinculadas sobre todo a la neurología, sientan por él un interés que no resulta del todo gratuito. Pues en un presente donde todos, muchos, la mayoría, nos aburrimos con torturante facilidad y frecuencia, determinar las causas de tan esquiva dolencia, así como los posibles remedios con que aumentar el desempeño laboral o comunitario de los aburridos, se ha convertido casi en un imperativo de salud pública. Desvelar cómo hemos llegado a este punto, aparte de las diversas etapas que el aburrimiento ha atravesado a lo largo de su historia desde nuestros ancestros animales hasta hoy, es el tema del ensayo de Ros Velasco, el más completo que conozco hasta la fecha sobre el tema y el que mejor aborda la variedad prismática de sus aspectos.

El aburrimiento o aburrición (que también se dice) necesita poca presentación ante el público, y menos en una tarde de domingo. El primer objetivo que la autora se impone es lograr una definición todo lo exacta posible del objeto en cuestión, que, según uno lee y recorre los distintos criterios de psicólogos, literatos, teólogos y filósofos, resulta mucho menos evidente de lo que a primera vista parece. A lo largo de un recorrido turístico por la historia de las emociones occidentales en los últimos dos mil quinientos años, aprendemos que bajo dicho nombre se han tendido a confundir afecciones diversas, aunque concomitantes, que hoy en día englobarían síntomas como los de la tristeza, la pereza, la irritación, el desespero, y cuya sola unanimidad, en ocasiones, era hacer sufrir insoportablemente a quien la padece. Esto revela que el que se aburre no es (como en el reúma o la jaqueca) la mera víctima de una enfermedad o un malestar orgánico que se presenta siempre igual, independiente de modas o épocas, sino que el componente cultural influye ostensiblemente en su dolor, haciéndolo visible o invisible de a ratos, empujándolo a primera plana o escondiéndolo bajo la alfombra. Hay etapas de aburrimiento escaso y verdaderos derroches, tiempos muertos de la historia en que vivir se volvía un suplicio de puro insulso: como los del famoso mal du siècle que aquejó a los intelectuales europeos de finales del siglo XIX.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Unas precisiones conceptuales ayudan a afinar. Cabe distinguir, nos dice Ros Velasco, entre el aburrimiento sencillo, que es el natural, cotidiano y casi saludable que uno soporta mientras espera en el aeropuerto o hace tiempo ante una cita que se retrasa, y el complejo, que, independiente de la situación, parece enquistado en la propia alma de quien lo arrastra. Este, el aburrimiento endógeno, a menudo repetido hasta convertirse en una enfermedad mental en sentido estricto (responsable del suicidio de no pocos), es el que merece más atención y donde las implicaciones filosóficas y antropológicas cobran mayor profundidad. Entre los románticos, dicho desaliento toma la forma de una negación flagrante de la realidad, de un estado de cosas desnudo de absoluto donde lo divino ha desaparecido y el hombre debe enfrentarse con su ceniza o su sombra; para el existencialismo, supone la ventana privilegiada a la verdadera condición del hombre, su soledad en un universo sin sentido donde nada resta sino esperar el trámite forzoso de la muerte.

Tampoco, nos advierte la autora, conviene rodear la cosa de aureolas místicas. Proliferan por ahí los artículos de tres al cuarto que animan a la gente a aburrirse (a reconciliarse con una condición de la que, después de todo y a pesar de todo, no se puede huir), so promesa de que la prueba nos convertirá en más listos, capaces, geniales. Pero no: nadie acrecienta su talento por el solo hecho de no saber en qué invertirlo, y la falta de salida suele ser responsable tanto de las ideas más brillantes como de los peores disparates. Así, se nos invita a asumir nuestro aburrimiento y a aceptarlo deportivamente, sin mitologías bobas, a saber gestionarlo cuando llega y no empeorarlo a base de pasatiempos que aumentan su densidad y lo prolongan. Fundado probablemente en el progreso evolutivo, aburrirse es un acto por el cual comprendemos que el medio no presenta estímulos suficientes y que corremos el riesgo de caer en letargo si no reaccionamos a tiempo: un recordatorio de que, a pesar de la monotonía del moscardón, de la oficina, de la lección del maestro, nuestra mente no está hecha para los crepúsculos y debe permanecer alerta, atenta a las amenazas por llegar.

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