AQUILINO DUQUE | IN MEMORIAM

El dedo y la llaga

  • Poeta del amor y de la muerte, de finísima ternura, vindicó siempre su profundo anclaje a la tradición cultural española que honró

Aquilino Duque (Sevilla, 1931-2021) visitando en 1999 la redacción de este medio.

Aquilino Duque (Sevilla, 1931-2021) visitando en 1999 la redacción de este medio. / De Lamadrid

Hace años tuve el honor de presentar, en la extinta librería Machado de Álvarez Quintero, en los bajos de la Casa Lastrucci, una lectura poética, auspiciada por el sabio y diligente Pepe Serrallé, en la que participaban Aquilino Duque y Juan Carlos Marset, y no recuerdo si algún otro poeta (pido excusas, anticipadamente, por este olvido). El caso es que, acabada la lectura de Marset, Aquilino Duque dio comienzo a la suya, con la particularidad de que no fueron sus poemas los que leyó, sino de grandes poetas de la Hispanidad (Alberti, Cernuda, Vallejo, etcétera), en los que se incluía el nombre y la veneración de España. Podría decirse, pues, que la vocación polémica de Aquilino Duque, tan publicitada, había triunfado inesperadamente en aquella ocasión. Pero lo cierto es que Aquilino Duque era un alto poeta, y un poeta lo que quiere, a toda costa, es decirse. De modo que, contra una primera opinión superficial, uno sospecha que aquél fue el modo en que Duque se dijo aquella tarde. Y que lo que vindicaba era su profundo anclaje a una cultura, la sólida e irrestañable hermandad que aquellos poemas -que aquellos poetas- significaban, bajo el arco mayor de la palabra España.

Esta colusión de la historia y la literatura la encontraremos en casi toda la obra de Aquilino Duque, desde su ensayismo y su articulismo, géneros en los que sobresalió, no tanto por su mordacidad -que también-, cuanto por su notable destreza técnica. Recuerdo con admiración una novela suya, hermosa desde su título, Luz de Estoril, pero que encerraba una verdad terrible, cual era la España de primeros del XX, que acabará en la ominosa y escuálida posguerra. La singularidad de esta novela era, por otra parte, de doble naturaleza: si por un lado venía contada desde el punto de vista de la aristocracia andaluza, perfumada por la campiña; por el otro, Luz de Estoril se sustentaba en un humorismo inclemente y acerbo, vagamente británico, pero con Valle al fondo, y del que quedaba excluido cualquier tipo de idealización y cualquier clase de refugio.

Este mismo humor, a veces acre, siempre inteligente -recordemos aquí El suicidio de la modernidad-, lo hemos encontrado también en el resto de su obra en prosa. No así, creo recordar, en su poesía, donde los grandes temas de la vida, el amor y la muerte, vale decir, el tiempo y su callado ultraje, venían expresados con inusitada y trémula sencillez. Recuerdo ahora (cito de memoria) su Abrazo: "Reloj de arena, tu cuerpo./ Te estrecharé la cintura/ para que no pase el tiempo". Pero si abro al azar la antología de Platero, la revista gaditana de los 50, es fácil encontrarse con un poema suyo; por ejemplo, este soneto, Colegiala del Valle, cuyo último terceto es una breve gema melancólica: "Salta al jardín de las desilusiones,/ colegiala sin flores ni ciudades,/ a jugar a la comba con tus trenzas".

Quiere decirse que Aquilino Duque era un poeta del amor y la muerte, de finísima ternura, que quiso ir siempre, engalanado por dentro y atalajado por fuera, de la tradición cultural a la que honró. En este sentido, y recordando la anécdota con la que principiaban estas líneas, cabría decir que la obra de Aquilino Duque era, a un tiempo, el dedo y la llaga, la carne herida y el hierro que quiso inspeccionarla. 

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