Anna Ajmátova | Crítica

Novela con heroína

  • La colección Vidas Térmicas de Zut publica una biografía de Anna Ajmátova donde Eduardo Jordá asume la voz de la poeta para recrear en primera persona su conmovedor itinerario

Retrato de Anna Ajmátova (1914) por Nathán Altman.

Retrato de Anna Ajmátova (1914) por Nathán Altman.

Entre los autores de la Edad de Plata de la poesía rusa, previa al estallido de la Revolución que irrumpió en sus vidas con la devastadora fuerza de un cataclismo, Anna Ajmátova (Odessa, 1889-Moscú, 1966) representa con ejemplar determinación lo que ahora llamamos resiliencia, aunque la palabra se queda muy corta para definir su tenaz y valerosa negativa a transigir con los dictados de la tiranía soviética. Paradigma de la dignidad en los tiempos oscuros, Ajmátova tuvo el dudoso privilegio de sobrevivir a los compañeros de una generación diezmada, cuyos integrantes –los que no lograron o no quisieron, como ella misma, emprender el camino del exilio– fueron ejecutados, encarcelados, silenciados o deportados a los campos. Su primer marido Gumiliov, su íntimo amigo Mandelstam, otros poetas como Blok, Tsvietáieva o Pasternak, de una manera o de otra, antes o después, todos fueron víctimas de la persecución y la vesania de las autoridades bolcheviques, que se ensañaron de un modo especialmente cruel con los escritores, artistas e intelectuales ajenos a su ideología. Es o debería ser una historia conocida, pero el modo en que la cuenta Eduardo Jordá en esta espléndida biografía, aparecida en la colección Vidas Térmicas de Zut, obra de Juan Bonilla, convierte la lectura de su Anna Ajmátova en una experiencia que trasciende el placer estético para adquirir una dimensión moral, el mismo desplazamiento que en palabras del historiador del arte Nikolái Punin –su tercer marido, también víctima de Stalin– tiene lugar en los versos de la poeta.

Jordá refleja con sobriedad la doliente trayectoria de la poeta

Redactado en forma de monólogo, con admirable fluidez y momentos de muy alta intensidad lírica, el relato real de Jordá se sirve de los escritos y los versos de Ajmátova, disponibles en distintas traducciones revisadas por él mismo, y de los testimonios aportados por autores como Nadiezhda Mandelstam, Lidia Chukóvskaia, Joseph Brodsky o Isaiah Berlin, por citar sólo los más conocidos. Apoyado en las fuentes, el biógrafo echa mano de su acreditado talento narrativo y refleja con sobriedad –obligada por ese desdoblamiento al que se refirió Brodsky a propósito de Ajmátova, cuando dice que la expresión de un sufrimiento intransferible necesita de la contemplación distanciada, si se quiere evitar el patetismo– la doliente trayectoria de la poeta, reflejando la complejidad de una mujer que pese a los durísimos golpes, el ostracismo y la miseria no perdió el humor, la disposición para enamorarse, la firmeza de su compromiso ético. "No ruego sólo por mí, / ruego por todas aquellas que estuvieron conmigo / en medio del frío atroz, en aquel julio tórrido, / bajo el muro rojo y ciego", leemos en el epílogo del gran poema Réquiem, del que está tomado el subtítulo de la biografía. Del prólogo al mismo poema, que evoca la cola a las puertas de la cárcel de las Cruces de Leningrado, adonde las esposas o hijas de los presos acudían para intentar contactar con ellos o al menos saber si seguían vivos, procede la escena recurrente en la que una mujer se acerca a Ajmátova y le pregunta al oído: "¿Puede usted contar esto?" A lo que la poeta responde: "Puedo".

Tanto la figura de Ajmátova como su victoria póstuma desprenden una grandeza trágica

Calificados de burgueses, individualistas, decadentes o contrarrevolucionarios, los poetas que como Ajmátova rehusaron someterse se convirtieron, ellos y sus cónyuges e hijos o amigos cercanos, en "enemigos del pueblo", verdaderos apestados, "expersonas" de las que convenía alejarse y cuya vida no valía literalmente nada. Pero Ajmátova, en efecto, pudo expresar el inmenso sufrimiento físico y espiritual, personal y colectivo de ese pueblo en cuyo nombre hablaban los verdugos y su gigantesca red de policías, confidentes y delatores. Lo hizo en poemas memorables, desde que los años dorados en el efervescente Petersburgo de la preguerra dieron paso a la interminable pesadilla de un Estado policial que instauró desde el principio un control omnímodo. Si la otra cumbre de Ajmátova es un Poema sin héroe, la de Jordá, aunque nada en ella sea fruto de la invención, es una novela con heroína, pues tanto la figura de la poeta insumisa como su victoria póstuma desprenden una grandeza trágica.

Y quien dice Ajmátova, dice Mandelstam, los Mandelstam. La transmisión oral de los poemas de ambos, hurtados de ese modo a los ojos y oídos del tirano, apunta también a la especial relación que los rusos tenían con la poesía, una relación casi religiosa que concedía a los versos un carácter sagrado. Impresiona que se conservaran, hasta que pudieron leerse, memorizados por los íntimos, en una devota cadena de leales para los que eran como oraciones. En Contra toda esperanza, las ineludibles memorias donde dejó constancia del calvario de ambos, cuenta su esposa Nadiezhda que Mandelstam solía repetir que la poesía de Ajmátova "estaba hecha de su voz y era inseparable de ella". Esa voz, como la de todos los muertos, jamás volverá a escucharse, pero de algún modo se conserva en los versos y también en este relato donde Jordá, casi ejerciendo de médium, la ha recreado con verdad y belleza.

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