Los eduardianos | Crítica

El mundo perdido

  • Más allá del escándalo que supuso en su momento, la novela más difundida de Vita Sackville-West ofrece un espléndido cuadro de la alta sociedad inglesa de los inicios del Novecientos

Vita Sackville-West (Kent, 1892-1962) en una emisión radiofónica (1934) de la BBC.

Vita Sackville-West (Kent, 1892-1962) en una emisión radiofónica (1934) de la BBC.

Es casi inevitable, cuando se aborda la obra de Vita Sackville-West, referirse a su noble y pintoresco linaje, a su vida famosamente libre o a su íntima amistad con Virginia Woolf, que se inspiró en ella para crear el protagonista andrógino de Orlando y fue por lo demás la editora –junto a su marido el buen Leonard, en la legendaria Hogarth Press– de sus novelas más difundidas, Los eduardianos (1930) y Toda pasión apagada (1931). Algunas de sus fascinantes peculiaridades, y las de su no menos singular marido el también escritor y diplomático Harold Nicolson, fueron contadas por el hijo de ambos en el libro que dedicó a la pareja, Retrato de un matrimonio, donde se transcribe el diario de los años veinte en el que Sackville-West dejó constancia de su atormentada relación con Violet Trefusis. Otras han sido relatadas por sus biógrafos o los de las muchas celebridades que trató, pero Vita fue también, aunque no tuviera una formación tan esmerada como la de los miembros de Bloomsbury ni participara de las inquietudes estéticas del modernismo, una escritora sensible que especialmente en el periodo de entreguerras, con las novelas citadas o su libro de viajes Pasajera a Teherán (1926), supo expresar el cambio de época desde una mentalidad conservadora y a la vez heterodoxa.

La primera década del siglo, entre la muerte de la reina Victoria que había dado nombre al largo periodo anterior y las casi vísperas de la Gran Guerra, fue recordada tras la catástrofe como una edad dorada para quienes echaban de menos el idealizado mundo de ayer. En Los eduardianos, que a pesar de publicarse veinte años después de la muerte de Eduardo VII fue considerada una novela escandalosa, Sackville-West se alejó de la habitual nostalgia de los suyos para proyectar una mirada autocrítica y hasta cierto punto impugnadora, aunque a la vez trasluciera simpatía –o una irónica complacencia de fondo– por un orden de cosas que había conocido desde niña. No habría hecho falta, pero ya la provocadora declaración de la nota preliminar –"Ninguno de los personajes de este libro es enteramente ficticio"– dejaba clara su intención de retratar del natural. Ambientada en la segunda mitad de la década, que culmina con la coronación de Jorge V, descrita al final con todo lujo de detalles, la novela censura el inmovilismo –el "peso del pasado"– y celebra el deseo de libertad individual, pero no pone en cuestión los fundamentos de una sociedad fuertemente estratificada en la que la jerarquía, pese a la incipiente amenaza del laborismo, seguía siendo sagrada.

La autora retratada en su juventud (1918) por William Strang. La autora retratada en su juventud (1918) por William Strang.

La autora retratada en su juventud (1918) por William Strang.

Trasunto de Knole House, la mansión de los Sackville-West que la autora, como mujer, no pudo heredar de sus padres, la hacienda de Chevron donde tiene lugar la mayor parte de la acción de Los eduardianos –no faltan algunas escenas londinenses– es una inmensa finca gobernada por una duquesa viuda, pero aún de mediana edad, que lleva una vida ociosa –de "fantástica irrealidad"– en compañía del selecto grupo que conforman sus amistades, al mando de una comunidad de familias entregadas a su servicio. "Supervivientes del antiguo régimen", habitan una burbuja donde todo se mantiene como de costumbre. La duquesa tiene dos hijos: Sebastian, el primogénito, ha recibido todos los dones, pero su irresolución y su temperamento veleidoso lo condenan a estar continuamente insatisfecho. Viola, la hermana menor, de carácter reservado y alérgico a las convenciones, tampoco cumple las expectativas de su madre. La apasionada relación del primero con una mujer casada, Sylvia, tolerada por la duquesa pese a que la distinguida amante forma parte de su círculo más íntimo, le sirve a Sackville-West para describir los usos amorosos de una clase para la que los matrimonios son por sistema de conveniencia y cuya hipocresía –se permite transgredir, pero nada de escándalos– es compatible con la defensa de las tradiciones más rancias. El conflicto de los jóvenes no sumisos se define por la elección entre lo que realmente desean, si es que lo saben, y lo que la élite exige de sus miembros para poder seguir participando de sus privilegios.

Sackville-West proyecta una mirada autocrítica y hasta cierto punto impugnadora

Lo mejor de la novela, que decae algo en la última parte, es el espléndido cuadro que ofrece de la alta sociedad de los inicios del Novecientos, ya consciente de que su tiempo ha pasado pero no por ello menos apegada a una rutina endogámica, ajena a todo lo que no sea la autocelebración permanente. Tal vez por esa razón, el personaje más flojo es el de la amiga burguesa de Sebastian, Teresa, a través de la que Sackville-West ridiculiza la boba atracción de la clase media por la aristocracia y sobre todo su moral puritana. Y tampoco la figura un tanto estereotipada de Anquetil, el aventurero, destaca por su profundidad, pese al importante papel que desempeña en la trama. Se nota que el conocimiento de la autora de esos otros mundos –por lo mismo, resulta poco verosímil el interés de Sebastian por las ideas socialistas– no es tan de primera mano como el que tenía de los patricios o de sus sirvientes, estos últimos, en cambio, magníficamente retratados en el momento en que los hijos –como el del jardinero Diggs, que prefiere emprender un rumbo propio– ya no quieren seguir el oficio de sus padres.

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