Comedia de Dante | Crítica

El umbral de la antigüedad

  • Esta nueva edición de la 'Comedia' de Dante, traducida por José María Micó, se distingue por su elegancia despojada de arcaísmos y coloquialismos

Una estampa del Infierno dantesco imaginado por Doré.

Una estampa del Infierno dantesco imaginado por Doré.

El lector aficionado quizá haya dispuesto de la versión que Ángel Crespo hizo para Aguilar, acompañada de los grabados de Doré; grabados en los que se prefiguró una sobrecogedora visión del Infierno dantesco, sin duda más dramática y más perdurable que la ideada por Barceló para el Círculo de Lectores.

Por otra parte, hay varias traducciones en bolsillo que pudieran llevarnos a cuestionar la oportunidad de otra Comedia (Micó recuerda que "Divina" es un añadido tardío de Boccaccio), cuando la Comedia parece ya muy traducida. Las palabras de Micó al respecto, irreprochables y oportunas, nos recuerdan, no obstante, la necesidad que cada época, acaso cada generación, tiene de releer a sus clásicos. Una relectura que, en el caso de Dante, exige de nuevas traducciones, las cuales vienen a completar el conocimiento, ciertamente abrumador, que disponemos hoy sobre el poeta.

¿Qué podríamos destacar, sumariamente, en esta traducción de Micó? Digamos que Micó ha logrado infundir a sus versos una pulcra y elegante sencillez, despojada de arcaísmos y coloquialismos. También cabría preguntarse, ante esta Comedia puesta en limpio, qué puede ofrecer hoy Dante al lector moderno.

Una respuesta obvia –al margen de la extraña belleza, de la belleza onírica y umbría que aureola esta obra–, es que en la Comedia nos encontramos ya con una de las primeras huellas del mundo moderno. Vale decir, del mundo que hará de la Antigüedad un idioma en el que expresar sus nuevas inquietudes. Burckhardt recordaba que Dante contraponía, "en una misma acción, un ejemplo cristiano y otro pagano"; mientras que la temprana Edad Media iba del Nuevo al Viejo Testamento.

Dante es un fiel cristiano que ni ignora ni deplora su herencia clásica

Poco tiempo más tarde, Petrarca mostrará su estrecha vinculación a los antiguos, de modo que la Antigüedad se le presenta como una edad luminosa (su carta a Tito Livio viene revestida de una ingenua y verídica desolación), frente a la oscuridad de su siglo.

Esto significa que en Dante se muestra, no sólo la arboladura intelectual, el edificio religioso sobre el que descansa el XIV italiano; también el creciente influjo de los autores clásicos –nunca desaparecidos–, que ponen al lado del poeta la solemne compañía de Virgilio, antaño concebido como un nigromante.

Y sin embargo, no podemos dudar del medievalismo de Dante. Hay en él un evidente simbolismo (equiparable, por su ejemplaridad, a un tardío El Bosco), que el Renacimiento sumiría, ocultándolo, bajo una apariencia naturalista. Todavía en el XVI, Galileo ilustrará a la Academia florentina sobre la forma y la ubicación del Infierno dantesco. Y es obvio que es esta fuerza simbólica del Dante la que nos sobrecoge en Doré, tres siglos más tarde.

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Pero Dante es, sin ninguna duda, y sin torpes anacronismos, un fiel cristiano. Un fiel cristiano que, como Isidoro de Sevilla, como los grandes eruditos de la Edad Media, ni ignora ni deplora su herencia clásica. Ya en el XVII, Bacon escribirá que "la ciencia debe buscarse en la luz de la naturaleza y no es necesario recuperarla de entre las tinieblas de la Antigüedad".

Pero eso será cuando el Renacimiento desfallezca. La ciencia de Dante está penetrada, más que de naturalismo, de una elaborada teología. Ese orden teológico del mundo, esa precisa estratificación del hombre –y su Ultramundo–, según sus virtudes y sus pecados, es lo que determina esta Comedia dantesca para situar, por toda la Eternidad, el lugar de cada acción y cada hombre.

Siete siglos después, sus primeros versos siguen inquietando al lector, quizá porque sabemos, con Le Goff, de la importancia de la selva en el medievo. "A mitad del camino de la vida, / me hallé perdido en una selva oscura". La selva puede ser el lugar de lo maravilloso y lo imprevisto, o una figuración del interior humano. En última instancia, cabe la posibilidad de que el hombre moderno nazca ahí, en ese extravío del camino, en el que los fantasmas de la Antigüedad nos salen al paso.

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