El reino del lenguaje | Crítica

Carisma contra carisma

  • Concebido como doble refutación de la teoría de la evolución y de la gramática generativa, el fallido último libro de Tom Wolfe caricaturiza la persona y el pensamiento de Noam Chomsky

Tom Wolfe (Richmond, Virginia, 1930-Nueva York, 2018).

Tom Wolfe (Richmond, Virginia, 1930-Nueva York, 2018).

Los editores han hablado de "testamento literario" para calificar el último trabajo del escritor y periodista Tom Wolfe, que aparece publicado en España sólo unos meses después de la muerte del autor en mayo, pero lo cierto es que si se refieren a su última voluntad el libro no añade demasiado a una trayectoria irregular en la que lo mejor siguen siendo los provocadores reportajes que el creador de la etiqueta 'New Journalism', después reconvertido en mediocre y exitoso novelista, revolucionó la escena de los sesenta.

El tema abordado en El reino del lenguaje, nada menos que la validez de la teoría de la evolución y su relación con la lingüística generativa, parecía de entrada superar las capacidades del cronista, brillante en su registro pero poco pertrechado, al menos en principio, para abordar una cuestión tan compleja. La lectura confirma que el objetivo estaba fuera de su alcance, lo que no significa que el intento carezca de interés, pues el viejo Wolfe no había perdido gracia ni mala uva y su proverbial causticidad ofrece también aquí momentos hilarantes.

El reino es un libro ágil, divertido y deliberadamente desmitificador, pero los hiperbólicos elogios de la prensa norteamericana no deben llamar a engaño sobre la insolvencia del ensayista, cuyos pobres conocimientos de la materia no van más allá de unas pocas lecturas. Es como de costumbre en las argumentaciones ad hominem –o mejor dicho ad homines, pues son dos los principales destinatarios de su invectiva– donde el talento de Wolfe para la caricatura se muestra a la altura de su leyenda.

Charles Darwin. Charles Darwin.

Charles Darwin.

La pieza a batir es su compatriota Noam Chomsky, el gran lingüista que revolucionó –él también, pero en solitario, siendo apenas un veinteañero– la historia de la disciplina, al postular el carácter innato de la facultad del lenguaje y la existencia de fundamentos comunes a todas las lenguas humanas, un referente de la izquierda internacional –desde los años de la guerra de Vietnam, cuando publicó su célebre artículo sobre La responsabilidad de los intelectuales– por el que Wolfe, dadas sus conocidas simpatías conservadoras, no siente ningún aprecio. Pero el veterano cazador, bregado en esta clase de duelos, no muestra ansiedad por salir a su encuentro y tenemos que esperar a la mitad del libro para que tenga lugar la batida.

Antes el autor, casi relamiéndose, propone un astuto rodeo y viaja atrás en el tiempo para contarnos –merece la pena leer su versión, no porque se aleje de lo ya sabido sino por el modo irreverente en que lo hace– la famosa historia de Charles Darwin y su libro fundacional sobre El origen de las especies, que divulgó la teoría de la evolución y sigue siendo polémico, como sabemos, en muchas escuelas de los Estados Unidos.

De acuerdo con su demoledor relato, Darwin, todo un caballero, notorio miembro de las sociedades más distinguidas, le birló de mala manera el descubrimiento a uno de esos naturalistas que se ganaban la vida en condiciones muy duras, el papamoscas Alfred Russel Wallace, de quien siempre se supo secretamente en deuda. De algún modo ese pecado original –al cabo el darwinismo, a su juicio, no sería más que otra interpretación seudorreligiosa– contaminó una teoría que para Wolfe, aunque es poco probable que sus débiles y estrafalarios argumentos convenzan a nadie, no sólo no ha sido demostrada, sino que es por definición indemostrable.

Noam Chomsky Noam Chomsky

Noam Chomsky

El viejo Wolfe no había perdido gracia ni mala uva y su proverbial causticidad ofrece también aquí momentos hilarantes

Pero esta primera parte, como decíamos, aunque tenga su sentido en la estructura y el propósito del libro, es sólo el preámbulo. Después de narrar la antiepopeya darwiniana, Wolfe hace un repaso apresurado y nos deja frente a frente con su verdadero enemigo, a quien llama –él precisamente, que podría ser calificado de la misma manera– Noam 'Carisma'.

Si la evolución no explicaba el desarrollo del lenguaje, la nueva teoría de Chomsky, elevado a los altares como el descubridor de la estructura profunda de las lenguas y del llamado órgano del habla, un dispositivo no aprendido que formaría parte de la herencia de la especie, no era más que otra conjetura sin base real, desmentida además en la pasada década cuando Daniel Everett, un antiguo discípulo del señor Carisma, osó divulgar el hallazgo de una pequeña tribu amazónica –los Pirahâ, que hablan sin frases subordinadas– cuyo rudimentario idioma no seguía una de las características universales descritas en el modelo chomskiano.

Los sabios sancionados por la academia y apoyados por una cohorte de fieles, Darwin o Chomsky, se contraponen así con dos audaces investigadores sobre el terreno, sus antagonistas Russel Wallace o Everett, poniendo de manifiesto que a la soberbia intelectual de los primeros se suma, también, un desprecio de clase.

En este punto, la ácida sátira de Wolfe llega a lo más alto que puede, al señalar cómo durante años el santón bendecido por la prensa y sus cruzados de la verdad científica se comportaban como verdaderos sectarios, desde una posición de superioridad e intransigencia que se extendía al plano moral –es de nuevo el patrón, entre la credulidad y el fanatismo, de la izquierda exquisita, comparable al frente creacionista– y tenía como resultado la proscripción o el silenciamiento de los disidentes.

Numerosos detalles revelan falta de familiaridad con la lingüística, que en la exposición apenas existe antes de Chomsky ni fuera de los Estados Unidos

La conclusión, sin embargo, es decepcionante. Wolfe ha simplificado tanto que no tiene salida posible y acaba afirmando lo que parece considerar una gran revelación, como si nadie antes que él hubiera caído en la cuenta: el lenguaje es una construcción humana, un artefacto aprendido en virtud de la mnemotecnia...

Sería demasiado largo y tal vez ocioso entrar en los detalles que revelan su falta de familiaridad con la lingüística, que en su exposición apenas existe antes de Chomsky ni fuera de los Estados Unidos, pero si es cierto que el tema llegó a interesarle de verdad podría haber cuando menos mencionado las contribuciones de muchos otros estudiosos contemporáneos que sin haber entrado a fondo en la cuestión del origen han mostrado su distancia hacia la teoría –espectacular, pero de siempre minoritaria– de la gramática generativa.

Tampoco se entiende, por ejemplo, que califique de impenetrable un título, el más famoso de Chomsky, como Construcciones sintácticas, cuyo significado parece accesible para cualquiera que haya cursado el bachillerato. Y el naufragio es total al final de su discurso, cuando habla de un horrísono regnum loquax –mala traducción latina del título– y de unos igualmente improbables homo loquax y universum loquax. Parodiando su eficaz recurso a la reiteración infamante, podríamos decir que esa secuencia o cacareo, loquax..., loquax..., loquax..., nos deja sin palabras. No es lo mismo, en fin, locuacidad que elocuencia.

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