Efeméride

Benedetti, la buena gente

  • Este lunes se cumplen cien años del nacimiento del poeta uruguayo, que tiene en la antología 'Testigo de uno mismo' (Visor) una suerte de testamento

Mural con la imagen de Mario Benedetti en una calle de Montevideo.

Mural con la imagen de Mario Benedetti en una calle de Montevideo. / Raúl Martínez (Efe)

En sus últimos años, Mario Benedetti se instalaba en una mecedora a fumar una pipa antes de ocupar el escritorio donde, junto a las gafas y el lápiz recién afilado, le aguardaba un cuaderno con letras en forma de hormiguero. Todo ello, además de unos viejos zapatos, un perchero del que cuelgan tirantes, ediciones cubiertas de moho, amuletos, cachivaches varios, engrosan hoy la casa museo que su fundación ha abierto en Montevideo, la ciudad que él amó y de la que vivió alejado, en una casona del barrio Cordón, cerca de algunas facultades y la Rambla. La fundación, igual que la propia ciudad y el país entero, se aprestan a celebrar el centenario de su venida al mundo: el 14 de septiembre de 1920 (el siglo es el lunes) comenzaba su andadura aquel señor chiquito con el jersey de cuello vuelto, cuyo bigote mal ajardinado se cubre de mercurio en las fotografías. En la memoria de muchos de nosotros, él sigue escandiendo sus poemas en un alemán macarrónico, como en el boliche de El lado oscuro del corazón.

Allende los mares, el centenario traerá exposiciones, ediciones conmemorativas, incluso una versión de La tregua en formato de ballet, auspiciada por el Instituto Nacional de Artes Escénicas de su país. Aquí, más modestamente, parece que deberemos resignarnos a algún homenaje público (las recitaciones de Joan Manuel Serrat) y la reedición de sus últimas obras, en particular de poesía, el género que él más amó o en el que se sintió más cómodo. Visor saca de nuevo a los estantes, coincidiendo con la efeméride, Testigo de uno mismo, una antología de poemas con afán definitivo que quiere ser una suerte de bitácora o testamento del periplo de su autor. Abundan en ella, igual que siempre, los versos dedicados a la vida de todos los días, a esas fruslerías sin relieve que hacen nuestro júbilo y nuestra agonía, pero también reflexiones punzantes en un arcén del camino: "cuando uno descubre sus miserias -leemos en Soliloquio- / siente el orgullo impávido sincero / de mirarse como un inconfundible / o como un tonto que no vive en paz".

Pocos meses antes, Visor relanzó también uno de los últimos poemarios de Benedetti, Rincón de haikus, consagrado al mayor de sus descubrimientos tardíos. En los días del ocaso, visiblemente fatigado, la labor de armar cuentos se le hacía cuesta arriba, y lo único que saldaba su antiguo pacto con la escritura eran estas piezas transparentes, de una prístina inocencia, garrapateadas sin mucho cuidado en el cuaderno que ahora preserva su fundación. Ahí leemos intuiciones fulgurantes, algo patéticas, como esta: "Ese percance de ser buena gente". Una definición más que elocuente para aquel uruguayo pequeño y escurridizo, impenitente exiliado de la patria y de sí mismo, al que tanto amamos en nuestra adolescencia, cuya lectura inauguramos en cuartos de amigos, entre cigarrillos, discos rayados y la primera proximidad de una cosa, la vida, que aún olía a nuevo, como recién salida del concesionario. Feliz centenario, maestro.

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