De libros

Baroja, poesía con lamparones

  • Cátedra publica 'Canciones del suburbio', el único poemario de Baroja, despreciado por la crítica y escrito en el París previo a la invasión de Hitler

Baroja, posando de escritor.

Baroja, posando de escritor. / DS

El poeta y bibliófilo Manuel García (Huéscar, Granada, 1966) se topó con el Pío Baroja poeta a fines de los ochenta. En la antaño librería Al-Andalus de Sevilla compró un ejemplar de Canciones del suburbio, singular y único poemario que Baroja escribió en París entre 1939 y 1940, a caballo entre la guerra civil española y la inminente invasión de Hitler.

Hoy como ayer, la pegada antilírica de Baroja es lo que le sigue atrayendo a García. Es el responsable de esta edición en el 150 aniversario del nacimiento del escritor. “Me encandila su provocación. El libro es toda una patada estética para la época. Baroja exhibe gran libertad. Aparte, lo que más me emociona, es su visión de los humildes: hay pocos ejemplos de un escritor tan comprometido con los pobres. El suyo es un naturalismo de altísimo nivel”.

Canciones del suburbio es un libro o despreciado por la crítica o bien ninguneado en sus distintas ediciones (1944, 1951, 1984 y la última de José-Carlos Mainer de1999). Se le tildó de coplero malo (en 1944, cuando se publica su libro, Hijos de la ira de Dámaso Alonso y Sombra del paraíso de Aleixandre aparecen en España como dos aguijones de conciencia). Los poemas barojianos, por forma y temática, forman un aguafuerte tosco, feo y antipoético. Dice García que “el de Baroja es un neopopularismo de trazo grueso. Nada que ver con la finura de Lorca o de Villalón”.

Esta idea antipoética le viene a Baroja por su gusto por los romances de ciego, dentro de la literatura de cordel. Incide García en este aspecto. “Este género se cultiva mucho en el XVIII y XIX. Cuando a un condenado a muerte se le ejecutaba, en la cárcel le daban la historia del reo a un ciego para que compusiera una historia cual romance. El ciego la componía, la imprimía y vendía sus copias por cuatro perras a la gente”.

Canciones del suburbio es totalmente autobiográfico. Sus poemas son sorbos de vida al estilo Baroja. En el capítulo parisino Melancolías grotescas, escribe versos sobre enfermedades que él mismo padecía (Canción de los artríticos, El hombre que falla, Canción del neurasténico). “Se ríe de sí mismo a través de sus enfermedades y achaques”.

En el capítulo Juventud (sobre pobres, bohemios, lumias), en Recuerdos de vagabundo (la España negra y solanesca), en Impresiones de París (poemas sobre la pena capital, la guillotina o la morgue) y, por último, en Epílogos de la época (bombardeos nazis sobre París, despedida y retrato triste de su amiga Grabiela, etc.); todo este corpus, del primer al último poema, es un fresco vivencial del autor. El tono autobiográfico también cala en las novelas que escribió en su extraño ciclo parisino (El hotel del cisne, Susana y los cazadores de moscas). “Filológicamente no lo puedo demostrar. Pero creo que varios poemas tal vez pudieron ser escritos en su juventud”, barrunta García.

El libro coincide con la etapa más extraña del escritor. Es un sesentón tardío. Se halla achacoso, padece insomnio y tiene el ciclo del sueño alterado (cae dormido a la menor ocasión). El 22-23 de julio de 1936 se halla en su casa navarra de Iztea, en Vera de Bidasoa. Un infortunio con unos requetés lo lleva a prisión junto con un médico local y un policía de frontera. El Jefe de Estado Mayor Martínez-Campos ordena liberarlo de inmediato. Con el miedo en el cuerpo, Baroja cruzará la frontera por Behovia.

En París se alojó en el Colegio de España, sufragado por la República, a la que tanto había zaherido en sus escritos. “Baroja se mueve ideológicamente en una cuerda floja imposible. Es un clerófobo, pero detesta a los comunistas. No entiende el colectivo, el Estado. Él es un individualista. Aunque se sentía republicano, no aprobaba las formas de la República. Entre republicanos más irascibles era un traidor”.

En el bando contrario sus escritos suscitaban recelo, como los artículos que seguía enviando a La Nación de Buenos Aires. Juró en Salamanca (fue en visita de unos meses a España) como académico afín al bando sublevado en la creación del Instituto de España. El sibilino Ernesto Giménez Caballero, “más fascista que falangista”, le tenderá un libro-trampa con Judíos, comunistas y demás ralea (tuvo varias ediciones y Baroja cobró por ellas).

En París, bajo el halo de Verlaine, hizo vida entre la rutina y el estrambote (“Baroja anduvo volado en ocasiones”). Se dedicó a pasear por los parques, a visitar mercadillos, pero sobre todo sintió irresistible tentación por ir a lugares truculentos y por asistir a bonitas ejecuciones. De siempre la pena de muerte es una obsesión. Dedicó un poema al verdugo Deibler, al que retrató como un oficinista de la muerte. Escribió otro sobre la guillotina (“¡Guillotina, guillotina, / sólo eres decoración, / gran espectáculo público / solemne y declamador”). El armario de los esqueletos analiza las disecaciones de un anatómico experto.

En difícil equilibrio político, en París convivió con refugiados y exiliados (Ortega, Azorín, Marañón, Pérez de Ayala, Xavier Zubiri, Joan Miró, Américo Castro, Gutiérrez Solana). A medida que la bota de Hitler se cernía sobre el Sena, todos los españoles pusieron pies en polvorosa. Pero Baroja, de un republicanismo flojo, no halló billete de barco para América desde Le Havre. “Aparte –recuerda García– era un absoluto inútil para todo asunto burocrático. Se lo hacían todo”.

Solo y aburrido en París es cuando escribe, pues, Canciones del suburbio. En junio de 1940 regresa a España por Bayona. En Trenes de evacuados deja escrito: “Parte el tren con un arranque / impetuoso, juvenil; / la gente mira con miedo / por la ventana el confín / del cielo, ya de verano, / con nubes de carmesí, / por si aparece el peligro / en forma de avión hostil / que, arrojando algunas bombas, / a sus vidas ponga fin”.

La maleta en la que guardaba sus poemas tuvo que dejarla en Francia por problemas con los bultos. Casi la olvidó. Azarosamente la recibió tiempo después gracias a una familia cuyo nombre ocultó para evitar represalias de Franco. Al mal poeta Baroja –es un decir– lo conocemos hoy gracias al azar del tiempo, valga la redundancia.

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