El diario de Próspero | Teatro

La crisis del héroe o un escenario sin altares

  • En su último libro, ‘La deriva de los héroes en la literatura griega’ (Siruela), Carlos García Gual explica, de manera clara, y sin que éste sea el principal objetivo de su obra, para qué sirve el teatro

John Hurt, en el histórico montaje de ‘La última cinta de Krapp’ de Samuel Beckett producido por el Gate Theatre de Dublín.

John Hurt, en el histórico montaje de ‘La última cinta de Krapp’ de Samuel Beckett producido por el Gate Theatre de Dublín. / Ryan Miller / Center Theatre Group.

De entre toda la amplia oferta con la que las librerías recuperan su actividad tras la pandemia, conviene prestar especial atención al nuevo libro del catedrático, crítico y traductor Carlos García Gual (Palma de Mallorca, 1943), seguramente la más luminosa puerta de entrada al mundo clásico merced a sus muchas ediciones, versiones y ensayos. La deriva de los héroes en la literatura griega, que justo publica estos días la editorial Siruela, constituye una aproximación tan ilustrativa como divertida a la figura mítica del héroe, verdadero protagonista de la literatura antigua (no sólo griega) y creación siempre interesante por su condición existencial entre dos mundos, el divino y el humano. García Gual parte de la premisa de que el prototipo heroico, definido por la virtud y la superación de los límites humanos naturales, aunque también por sus contradicciones, sufrió una erosión histórica y progresiva en paralelo a la evolución de los géneros literarios griegos. Así, si en la épica homérica el arquetipo brilla en todo en su esplendor, el héroe trágico es decididamente menos divino y más humano, como sucederá después con la comedia y, por último, con las novelas helénicas y bizantinas. De manera directamente proporcional, la intervención de los dioses es cada vez menos frecuente y menos determinante, hasta desaparecer o quedar como un mero recurso simbólico. Esta transición es especialmente significativa en el paso de la épica al teatro: en Esquilo, Sófocles y especialmente Eurípides el héroe pierde su impunidad, su hegemonía y su grandeza hasta ver culminada su apreciación humana, lo que se traduce en derrota, pérdida y exilio. Escribe García Gual con su pedagofía inefable: “Los dramaturgos representan a los grandes héroes no en sus brillantes triunfos, sino en sus crisis de angustia y desventura, enfrentados a un destino que no pueden evitar y que ellos mismos han provocado en su audacia y arrogancia”. Lo cierto es que, ya solo con esta afirmación, García Gual hace una revelación fenomenal. No dicta una lección sobre el teatro antiguo, sino que realiza un brillante diagnóstico respecto a la utilidad del teatro en cualquier época, desde su origen hasta el hoy. Por más que éste no sea, claro, el primer objetivo de su obra.

El crítico, traductor y catedrático Carlos García Gual. El crítico, traductor y catedrático Carlos García Gual.

El crítico, traductor y catedrático Carlos García Gual. / Bernabé Cordón

¿Para qué sirve el teatro? La pregunta puede ser tan absurda como inoportuna. Y, además, referirse al teatro bajo criterios de utilidad siempre resultará peligroso (harán bien los consejeros de Cultura en no jugar a este deporte). Pero sí puede decirse que a la épica se le da bastante bien la literatura. Es decir, es relativamente fácil, o más fácil al menos, que un héroe sea reconocido como tal cuando se escribe sobre él. El ejercicio de la escritura funciona bastante bien en esa dirección. Pero el teatro, que ya desde su origen griego fue mucho más que un género literario, donde el elemento textual es sólo uno más entre muchos (generalmente imprevistos: en la escena, la primera disciplina es el hallazgo), fluye justo hacia la dirección contraria: hacia el despojamiento del héroe de sus galones y su reconocimiento como ser humano enfrentado al destino y, por tanto, a sus decisiones equivocadas. La épica tiene poco que hacer en el margen que ofrece un actor, una actriz o un coro ante el público. En el teatro, todos los héroes están en crisis y nada pueden esperar más allá de la misma. Por eso, por mucho que pataleen los escritores que lamentan la preeminencia de Shakespeare como hombre de escena, el inglés sólo pudo alumbrar una criatura como el rey Lear en el teatro. Y, por lo mismo, ninguna adaptación escénica de Don Quijote ha llegado a funcionar bien del todo: Cervantes se reserva una épica, grotesca, como observada en un espejo deforme, pero épica al cabo, que rinde sus mayores frutos en la novela.

El teatro cumple una función higiénica respecto a la literatura: retira a los personajes sus pretensiones y los expone rebajados, con menos ínfulas

El teatro cumple así una función en la cultura, digamos, higiénica, lo que precisamente viene ahora que ni pintado: retira a los personajes sus pretensiones, incluso sus cualidades divinas, y los expone ante el público rebajados, con menos ínfulas, desnudos incluso, porque sólo sabe hacerlo así. Y es importante considerar cómo, desde Esquilo, el mejor teatro es el más consciente de este mecanismo. Así sucede con Shakespeare y también en el teatro contemporáneo con arquetipos tan poderosos como la Nawal de los Incendios de Wajdi Mouawad, justamente un prototipo que devuelve al siglo XXI el espíritu íntegro de la tragedia en su mayor aspiración. El siglo XX fue particularmente fecundo en su galería de héroes venidos a menos, pero seguramente el que mejor se ajusta a esta categoría sea el protagonista de La última cinta de Krapp de Samuel Beckett: el viejo Krapp escucha la voz del héroe que fue en su juventud en una antigua grabación y se revuelve, se avergüenza, no entiende, no se reconoce, como si se enfrentara a un antiguo códice indescifrable. Seguramente por esto, Krapp (qué no daríamos por ver la producción televisiva que hizo TVE en 1969 con Fernando Fernán Gómez, hoy perdida) es, tal vez, la creación teatral más depurada, más ajustada al molde clásico del último siglo: “Quizá mis mejores años han pasado (...) Pero ya no querría vivirlos otra vez. Y menos ahora que tengo este fuego en mí”. Palabra de héroe.

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