Cómics

Mis lugares favoritos

  • Las nuevas ediciones de Norma Editorial resaltan la sencillez y la belleza de 'Corto maltés', la obra de Hugo Pratt, y el magnetismo de su protagonista

Una imagen de la obra.

Una imagen de la obra.

Algunos de mis lugares favoritos no son reales. Unos cuantos son mundos de papel y, de estos, no pocos están hechos de viñetas. Hay dos, por ejemplo, que me hacen sentir realmente feliz, cada vez que los visito. Uno es la Hiboria de Roy Thomas (también, claro está, la de Robert E. Howard y la de Timothy Truman, pero hoy me acuerdo de la de Thomas). Aquellos tebeos de Conan que leí durante la adolescencia me abrieron las puertas de un vasto mundo de fantasía y, en cierta medida, alentaron mi propia imaginación. Sin ellos, difícilmente me habría acercado a las novelas de Isaac Asimov o los relatos de Stanislaw Lem, que lo dinamitaron todo. Supongo que hay un punto de nostalgia, aunque confieso que no soy muy dado a ella y que he tenido ocasión de renovar mis votos y me sigue pareciendo un material de lo más sugestivo.

El otro es el mapa imaginario de las aventuras de Corto Maltés. Esto empecé a leerlo más tarde, en una época que no me causa especial morriña (andaba yo estudiando una ingeniería), así que el cariño que le tengo es más independiente del entorno. Pensar en Corto me provoca una alegría continua. A Pratt lo empecé a leer con cierto orden, como hago a veces, pero reconozco que pronto me cansé (y que andaba tieso de pasta) y seguí leyéndolo a saltos y como pude (eso sí, siempre intensamente). No he viajado a este lugar tantas veces como he habría gustado, pero siempre que lo hago, me quedo anonadado, arrebatado, y me prometo volver cuanto antes (aunque luego vuelvan a pasar años). Últimamente, por suerte, le estoy dedicando más atención, sobre todo porque las nuevas ediciones de Norma me están sirviendo como excusa para meter las narices en sus páginas. Pongo la novedad sobre la mesa, con las excusa de reseñarla, le echo un vistazo y me quedo enganchado a la segunda página, cuando no a la primera. Son una especie de molde en el que se ajusta, como un guante, mi concepto de la maravilla y lo fantástico (como las novelas de Russell Hoban, por ponerles otro ejemplo en esta reseña que me está quedando como una confesión).

Está, de una parte, el magnetismo del propio protagonista, uno de los personajes más emblemáticos que han dado los géneros populares contemporáneos. Está, de otro, la época en la que suceden sus peripecias, el siempre atractivo periodo entreguerras; y la mezcla de esoterismo, poesía, aventura y realismo (¿es apropiada aquí esta palabra? No lo tengo del todo claro). Está, claro, la sencillez y la belleza de la propuesta estética de Hugo Pratt, que unos días me parece soberbia y otros, magistral. Y está el tono de lo narrado, en las antípodas del triunfalismo de estas ficciones que nos inundan. En este momento, tengo enfrente La casa dorada de Samarcanda, el octavo álbum del marinero, serializado originalmente en 1980 y recopilado en tomo seis años más tarde. En la edición a color, porque la de blanco y negro ya la leí hace tres décadas y tengo ganas de repasarlo desde otra perspectiva, con otros matices. Me tomaré mi tiempo, voy a disfrutarlo como se merece.

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