Los amores cobardes | Crítica

Marear la perdiz

Lastrada por su carácter amateur, apenas disimulado con las texturas blanquecinas y lechosas de la imagen digital, Los amores cobardes contraviene el primer y casi único mandamiento de toda película de debut, a saber, cuenta en hora y media lo que fácilmente podría despacharse en quince minutos.

La dilatación innecesaria, el eterno retorno, el diseño indie de referencias obvias (Sofia Coppola), las interpretaciones lánguidas y el postureo melancólico se adueñan así de las idas y venidas, salidas y entradas de una veinteañera (Blanca Parés) en su reencuentro veraniego con un viejo amigo-novio (Ignacio Montes) en la ciudad natal, mientras ambos rememoran con exceso de afectación sentimental, mucha palabrería cursi y poca acción física una vieja (sic) relación de juventud truncada por esas traiciones propias de la edad y la inexperiencia.

La película de la gaditana Carmen Blanco deambula así hacia ningún sitio entre estampas de azoteas y atardeceres de salvapantalla que, música de McEnroe mediante, buscan sublimar un (primer) amor romántico y hablar del paso del tiempo y la amistad desde una perspectiva tan idealizada como inerte.