La virgen de agosto | Crítica

El verano y la ciudad

El verano y la ciudad presiden el ambiente y el paisaje sentimental y anímico del cine de Jonás Trueba, que se revela película a película, y ya van cinco (Todas las canciones hablan de mí, Los ilusos, Los exiliados románticos, La reconquista), como el gran retratista contemporáneo de un Madrid popular y semivacío propicio para el flâneur, los encuentros y los azares, la reflexión y esos amores furtivos que tal vez hagan olvidar las decepciones del otoño y el invierno.

La virgen de agosto asume así su condición de filme estacional, rodado al ritmo y el calendario del santoral y las verbenas populares, las noches alargadas, el ruido de los bares de cierre y los paseos diurnos, para desplegar nuevas variaciones sobre el autodescubrimiento a contracorriente, ahora con pleno protagonismo femenino (escribe, siente y protagoniza Itsaso Arana) y bajo el innegable influjo de esos maestros franceses que, como Rohmer, Garrel o Eustache, hicieron del naturalismo de lo cotidiano, de la luz y los colores de un instante, la quintaesencia para sus cuentos morales y enredos sentimentales.

Pero La virgen de agosto se articula también bajo el influjo de Emerson y Cavell, filósofos norteamericanos que hablaron de la naturaleza trascendental o de la comedia popular del Hollywood de los años 30 como territorios para la exploración y la sublimación de los deseos y las frustraciones, escapatorias de una vida rutinaria y pautada que, como esta película, parece haberse suspendido aunque sólo sea por una quincena para abrirse a la aventura, al diálogo con lo castizo, al turismo interior, a la emoción íntima ante el espejo, a la posibilidad del milagro incluso.

Hecha de trayectos, encuentros y palabras, La virgen de agosto celebra la vida, el tiempo, el verano y Madrid con un leve poso de melancolía, en un acto de cinefilia bien integrado y con la complicidad impagable de los amigos (Stoffel, Sanz, Carril), tocados todos por esa suave mano que los acompaña en una naturalidad que deja espacio a la improvisación y hace que esos parlamentos y diálogos cargados de citas y referencias nunca chirríen a pesar de su condición escrita.

También aquí, como en aquella primera película de Trueba, todas las canciones hablan de ellos, o en todo caso, todas trazan y describen, desde el acordeón de los créditos al pasodoble de La verbena de la paloma, de La Bien Querida a Soléa Morente, una atmósfera propicia y cálida que envuelve a sus criaturas en su camino de confesión y reconocimiento, en ese proceso en el que incluso la desesperación puede ahuyentarse con la brisa fresca del amanecer en la ribera del Manzanares.