Habíamos desterrado la bola de nuestro repertorio de puntuación pero no queda más remedio que recuperarla para valorar en justicia este rancio sainete apolillado con el que Carlos Iglesias, que a muchos les dio el pego con Un franco, 14 pesetas y su triste secuela, regresa a la dirección a partir de su propia obra teatral para confirmar sus escasas dotes al otro lado de la cámara, la absoluta caducidad de su modelo de comedia conservadora, blanca y sentimental y sus limitadísimas prestaciones como histrión cargado de tics (del balbuceo al embrollo léxico) al servicio de uno de esos trasnochados homo hispanicus que, si me apuran, hace de Esteso, Pajares o Landa unos auténticos caballeros.
La cosa va de una escapada furtiva a Toledo (¿habrá visto Iglesias El buen amor de Regueiro? Seguro que no), de echar unas canitas al aire, de encuentros casuales (allí están José Mota y Santiago Segura echando un cable muy destensado) y enredos de alcoba de lujo y a ser posible con descuento, materiales de vodevil barato o revista picarona que no trascienden nunca la condición de chistes malos escritos y redichos por sus respectivos intérpretes en modo sitcom. Todo muy de vergüenza ajena en pleno 2020.