Mi vida con Amanda | Estreno en plataformas

Elvis ha abandonado el edificio

Siempre en la cuerda floja de las emociones auténticas y cierta torpeza a la hora de materializarlas, Mi vida con Amanda declina los grandes temas del duelo, el trauma y la reconciliación a partir de un relato en el que, tras unos preámbulos de amable, luminoso y veraniego costumbrismo parisino, irrumpe súbitamente y (casi) sin previo aviso la tragedia en su forma más abrupta, salvaje e inexorable con ecos de la historia reciente.

Sin ánimo de desvelar ese gran agujero negro que parte la película en dos para llevarla a sus verdaderos temas, diríamos que algo no termina de funcionar del todo entre las intenciones sobre el papel y su plasmación en pantalla, o al menos no de manera fluida y constante. Se trata aquí de asumir la pérdida y el desamparo, de aceptar que la vida puede tomar un rumbo inesperado a la vuelta de la esquina, que todo proceso de reconstrucción es también un camino de aprendizaje y autodescubrimiento.

Mi vida con Amanda oscila así entre los polos de la contención (con un poderoso uso de la elipsis) y el desbordamiento sentimental, como si el propio director se boicoteara en ocasiones a sí mismo a la hora de poner en imágenes esas intensas corrientes subterráneas y universales que la atraviesan: la muerte, la infancia desvalida, la toma de responsabilidad o la exteriorización del trauma, aquí plasmada entre citas a Elvis Presley, un partido de tenis sobre la hierba de Wimbledom y el llanto desconsolado de una niña de 7 años.

Y una misma cosa ocurre con sus dos protagonistas, un Vincent Lacoste al que nunca terminamos de ver maduro, aunque puede que aquí se tratara precisamente de eso, o la niña debutante Isaure Multrier, rostro y cuerpo sin pulir sobre los que Mikhaël Hers deposita toda su confianza para emocionarnos, aunque sea desde la barrera.