Las golondrinas de Kabul | Crítica

Una doble emoción plástica y política

Angélica me da la clave: si no fuera una película de animación, Las golondrinas de Kabul tal vez sería insoportable. En efecto, la técnica, sus bellísimos dibujos, colores y fondos de acuarela, ponen la distancia estética necesaria para sublimar el dolor y la desolación que atraviesan una historia de sacrificio, muerte y búsqueda de la dignidad y la libertad que nos lleva a la capital alfgana, campo perpetuamente abonado para la barbarie, en pleno reinado del terror Talibán.

Basada en una novela de Yasmina Khadra, la cinta diseñada y dirigida por Zabou Breitman y Eléa Gobbé-Mévellec asume una estética artesanal, bidimensional y pictórica para narrar una de esas historias durísimas y tristes capaces de desarmar y ablandar los corazones más encallecidos, un relato de dos parejas de dos generaciones derrotadas que entrecruzan su destino en una cadena de tragedia, fatalidad y redención que sólo se puede llorar en la clandestinidad o bajo el burka, lejos de los ojos vigilantes y censores de los asesinos (de mujeres) y los falsos moralistas.

Así, entre cuadros de elocuencia poética tan íntima como deslumbrante, entre pinceladas de tonos suaves y hermosas fuentes de luz oriental, Las golondrinas de Kabul despliega su (melo)drama sacrificial con la virtud de la sencillez del trazo y el gesto, a través de una lograda atmósfera sonora que incorpora esa tercera y esencial dimensión del artificio capaz de evocar la vida misma en su faceta más cruda con una doble emoción plástica y política.