Ema | Crítica

Mover el cuerpo y prender el mundo

En un nuevo repliegue de su trayectoria después de la experiencia americana (Jackie), la reescritura biográfica del mito Neruda y mientras prepara una serie basada en un relato de Stephen King, el chileno Pablo Larraín (Tony Manero, No, El Club) regresa a Valparaíso para desplegar una fábula contemporánea que aspira a tomarle el pulso a esa nueva juventud millennial desorientada entre el reguetón y el trap, entre la calle y el reformatorio, sin ningún ánimo sociológico ni mucho menos condescendiente, fiel siempre a su protagonista, una joven bailarina teñida de rubio platino que acaba de perder la custodia de su hijo, en su plan personal trazado a golpe de lanzallamas, manipulación emocional y sexo.

No baja nunca la guardia Larraín para hacernos a su personaje más amable, transparente o digerible, tal es la convicción en el carisma antipático, determinado y batallador de la debutante Mariana di Girolamo al mando, y en su camino zigzagueante, que es también el del espectador, asistimos a un proceso de lucha contra su entorno (su pareja, el coreógrafo inmaduro que interpreta Gael García Bernal, su madre, la asistente social…) que es también una lucha y una impugnación contra todo un sistema social (el matrimonio, la familia convencional, la sexualidad, el arte contemporáneo…), meollo de la cuestión de un filme que aspira a comprender a esta nueva y desarraigada juventud urbana y a su estética, sublimada por Larraín entre colores fosforescentes, luces de neón, arquitecturas y paisajes urbanos extrañados y ritmos electrónicos, no tanto desde una perspectiva antropológica sino como pretexto para prender (literalmente) la llama de una revolución por venir que ha tenido su particular correlato en las calles chilenas hace apenas unos meses, como también nos preludiaba, desde otro ángulo y con otros antecedentes, el último documental del gran Patricio Guzmán, La cordillera de los sueños.

Ema es así un filme sobre la recuperación del control, la responsabilidad y la maternidad en los límites de la marginalidad, el relato lisérgico de una mujer libre en su desconcierto y su rebeldía, el retrato de una inteligencia visceral en movimiento que desenmascara al patriarcado cobarde, patético y previsible pero también a esas otras mujeres que creen tenerlo todo bajo control. En su desabrida reivindicación sin juicio de un personaje tan opaco y antipático como poderoso, Larraín toma el riesgo de la falta de identificaciones y sortea el discurso sociológico a través de una estilizada puesta en escena capaz de capturar entre los límites anamórficos de sus imágenes el paisaje y los sonidos de la nueva generación que mueve y prende el mundo.