Bullet Train | Crítica

Colcha de retazos

Brad Pitt, el centro sobre el que gira 'Bullet Train'.

Brad Pitt, el centro sobre el que gira 'Bullet Train'.

El cine-tebeo de David Leitch se caracteriza, además de por su sentido del humor unas veces más logrado y otras menos, por sus colorines, por la violencia coreográfica o por su montaje sincopado, por servir de vehículo de lucimiento a sus intérpretes hasta el punto de parecer trajes cortados a la medida de Keanu Reeves (John Wick), Charlize Theron (Atómica), Ryan Reynolds (Dead Pool 2), Johnson & Statham (Fast & Furious: Hobbs & Shaw) y ahora Brad Pitt, de quien fue doble en muchas películas (inevitablemente la imaginación se va a Érase una vez en Hollywood) antes de ascender a dirigirlas. Ninguna de sus películas rebasa los límites del entretenimiento a la moda: colorines, ruidos, violencia, humor negro/grosero y mucha música.

Quizás Bullet Train sea su mejor película –lo que no es decir mucho, desde luego– por basarse en un best-seller del japonés Kotaro Isaka que tiene los ingredientes de violencia exagerada, extravagancia milimétricamente calculada y humor negro gamberro necesarios para interesar a Leitch. Con el añadido de concentrar la acción en un escenario casi único –roto por flash-backs– en el que confluyen personajes estrambóticos.

Brad Pitt, centro de la película pese a los intentos a veces logrados del dúo Aaron Taylor Johnson y Brian Tyree Henry o del rapero Bad Bunny por robarle protagonismo, es un hampón más bien desastroso en período de auto revisión encargado de hacerse con un maletín en el tren de alta velocidad Tokio-Kioto. Como si la mala suerte le persiguiera otros matones, más letales que él, de la más variada procedencia y las más extravagantes apariencias, custodian o apetecen el mismo objetivo.

A toda velocidad se evitan, se encuentran, luchan y se matan de todas las formas cinematográficas posibles, como si la película fuera un catálogo de violencias, desde las luchas marciales a lo Jackie Chan a la narco-violencia y desde los juegos de violencia extrema juguetona de Guy Ritchie y sobre todo de Tarantino, de quien también se toman, aunque con mucha menor pericia, los intrincados diálogos que rozan el absurdo y una banda sonora pastiche que va del flamenquito de Alejandro Sanz al japonés Avu Chan cantando por los Bee Gees o Engelbert Humperdick.

Mientras el tren corre, el director de fotografía Jonathan Sela –presencia fija en toda la filmografía de Leitch– pone colorines de neón y crea elaborados movimientos de cámara segmentados por un montaje hiperactivo en el reducido espacio en que se desarrolla gran parte de la película. Todo es menos feroz de lo que parece, menos atrevido de lo que promete, menos transgresor de lo que pretende, menos gamberro de lo que aparenta y más astutamente calculado como un pastiche que pretende ofrecer todo cuanto pueda atraer al espectador medio actual. El resultado es algo parecido a las coloridas colchas hechas con retazos de telas o restos de ovillos de lana. Cosida o tejida con hilo o punto de Tarantino aunque no lo alcance ni de lejos.

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