Vortex | Crítica

La decadencia en pantalla partida

Dario Argento, Alex Lutz y Françoise Lebrun en una imagen del filme.

Dario Argento, Alex Lutz y Françoise Lebrun en una imagen del filme.

Podría pensarse que después de numerosos viajes y experiencias en el límite de lo visible y lo audible, siempre con un punto de gesto epatante, Gaspar Noé mira al fin de cara a lo humano en esta Vortex que retrata, en algún lugar entre Haneke y Warhol, los últimos días de una pareja de octogenarios acechada por la enfermedad en su piso parisino atestado de objetos y recuerdos.

El director de Irreversible y Climax elige a dos iconos del cine moderno para encarnarlos: por un lado, al director italiano y maestro del giallo Dario Argento, que interpreta aquí a un escritor que prepara un libro que trata sobre el cine y los sueños; por otro, a Françoise Lebrun, especialmente recordada por La maman et la putain de Eustache, una doctora retirada enferma de Alzheimer. Ambos, casi sobra decirlo, él en su atropellada locuacidad y su vago egoísmo, ella en sus silencios, zozobras y miradas perdidas, están extraordinarios.

Dos personajes y universos que se unen y separan aquí a través del dispositivo de la pantalla partida y sus variaciones de montaje que revelan personalidades distintas al tiempo en que los unen en la convivencia y las rutinas ralentizadas de un día a día que pesa en sus tiempos reales sostenidos en plano secuencia, sus gestos cotidianos y en los atisbos, síntomas y peligros de la enfermedad que ha venido para instalarse como una marca del destino.

Se diría que por momentos Noé siente verdadera empatía por sus ancianos-icono, que conoce, entiende y retrata bien los procesos de la enfermedad y sus devastadoras consecuencias. Pero también que por otros (además de en el retrato del hijo que no puede hacerse cargo) el cineasta no puede evitar o justificar del todo ese distanciamiento estético que apunta a un cierto exploit emocional de la degradación, la fulminación de la memoria, la dependencia y el abismo de la soledad de los ancianos.

Vortex nos deja así, como tantas otras veces con Noé, con una triple sensación de reconocimiento, mal cuerpo e incertidumbre, con la duda sobre la honestidad de sus propósitos expiatorios, con la sospecha de que al cineasta le sigue importando más el dispositivo y el envoltorio que los materiales humanos y dramáticos con los que trabaja.