Tigre blanco | Netflix

India para principiantes

Adarsh Gourav, protagonista de 'Tigre blanco'.

Adarsh Gourav, protagonista de 'Tigre blanco'.

La política de Netflix no entiende de epicentros de producción sino más bien de formatos uniformados de fácil circulación global en la plataforma. Es el caso de esta producción ambientada en la India contemporánea y dirigida por un iraní afincado en Estados Unidos (Ramin Bahrani, director irregular y errático de títulos como Man push cart, Goodbye Solo o el desastroso remake de Fahrenheit 451) que algunas hojas promocionales venden como el reverso de Slumdog millionaire, la oscarizada película de Danny Boyle, cuando en realidad no deja de ser un producto estándar a la medida de los tiempos y sin fronteras culturales o estéticas que dificulten lo más mínimo su consumo.

Una suerte de cuento negro sobre la corrupción endémica, la imposibilidad de escapar del sistema social de castas y el arribismo criminal basado en la novela de Aravind Adiga y protagonizado por un paria de campo (Adarsh Gourav) en su escalada hacia el emprendimiento y la conquista (económica) del mundo (que será ahora, como se dice en la película, cosa de indios y chinos) desde la pillería y el engaño, infiltrado en el seno de una familia mafiosa y adinerada de Delhi que representa todos los males de un país simbolizado como un gran gallinero en el que sólo los tigres blancos, especies únicas, pueden escapar de la jaula o revertir los ciclos.

Reducida la dialéctica de clase a la fábula con pinceladas de género y sátira, estilo impersonal y paleta de color marca de la casa, Tigre blanco funciona relativamente bien en su primera mitad como relato de un ascenso social marcado por la picaresca y contado por el propio protagonista, pero se empantana cuando, una vez expuestas sus tesis, no sabe ya cómo seguir por el camino de la ironía y la ligereza y opta por el drama. Tampoco el remate mejora las cosas, en un repliegue exprés que, no por menos previsible, deja en el aire demasiados flecos para llegar rápido a la moraleja desmitificadora que condena todo un país a una imagen irreparable que sigue siendo un cliché tercermundista como cualquier otro. Supongo que es el principal problema de dejar que las historias locales las cuenten los de fuera.