Tenéis que venir a verla | Crítica

La música de la vida

Irene Escolar, Vito Sanz, Francesco Carril y Itsaso Arana en una imagen del filme.

Irene Escolar, Vito Sanz, Francesco Carril y Itsaso Arana en una imagen del filme.

Si no fuera porque también es una película generacional sobre la vida y el cine, se diría que Tenéis que venir a verla es un pretexto para reunir a los amigos (Arana, Sanz, Carril, Escolar) y filmar la música (Chano Domínguez, en una hermosa secuencia de arranque), redoblar el sentido de un puñado de canciones o citar pasajes y poemas de autores de referencia (Peter Sloterdijk, Olvido García Valdés).

Dos parejas de amigos treintañeros se reencuentran en torno a una mesa, unas copas de vino y un concierto de jazz para departir sobre las circunstancias y el tiempo, sobre sus proyectos de vida, ahora separados entre la ciudad y el campo: ¿es Madrid aún un lugar habitable para ellos o es mejor marcharse fuera y formar una familia?, ¿se puede cambiar realmente de vida? Tras la despedida, un paseo a dos por la noche urbana sirve de pretexto para una nueva música melancólica y misteriosa de Bill Frisell. Ya en el piso, la palabra y los silencios vuelven a dar forma a los temas: aferrarse a ese presente eterno o afrontar el tránsito hacia otra etapa.

Trueba agujerea con suavidad su relato y nos traslada seis meses después, esta vez ya en esa casa a la que tenían que ir. En el tren suena Let’s move to the country de Bill Callahan que, como en aquel primer largo suyo, también parece hablar de los personajes. Ya en el hogar de los amigos, la calidez de la luz, el espacio y el entorno invitan a la escucha, el descubrimiento, a la confesión y la conversación, al encuentro con la filosofía de sobremesa antes de un último paseo. Los gestos sencillos, un naturalismo naif y entrecortado y un cierto aire de comedia involuntaria se imponen en un filme cuyas ideas mutan en nuevas capas y pequeños movimientos.

Reunión de amigos y cómplices, autorretrato colectivo de frustraciones, contradicciones, deseos, anhelos y utopías generacionales, Tenéis que venir a verla revela in extremis su propia materia en un epílogo kiarostamiano en Súper 8 en el que el cambio de texturas y el contraplano del proceso devuelven el reflejo de un cine artesanal y libre que se sabe esbozo, tanteo, juego abierto en el que hacer partícipes tanto a los que lo hacen como a los que lo vemos y oímos. Objetivo cumplido en apenas 64 gozosos minutos.         

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