Flee | Crítica

Un exilio en fuga

Una imagen del premiado filme de Jonas Poher Rasmussen.

Una imagen del premiado filme de Jonas Poher Rasmussen.

Atravesada por tantas buenas intenciones como por esa posmodernidad sobrevenida y a la moda, más resultona que realmente justificada que, desde aquella Vals con Bashir de Ari Folman, ha roto fronteras en lo que respecta a la otrora impensable alianza entre el documental y la animación, Flee parece haber conquistado a unos (públicos, academias) y otros (crítica) con su imparable carrera de premios y reconocimientos que ha culminado hace una semana con tres nominaciones al Oscar a mejor filme de animación, mejor documental y mejor película internacional.

La cinta del danés Jonas Poher Rasmussen sabe bien a lo que juega y qué teclas tocar para su éxito estético-político-emocional: por un lado, la idea central del exilio y la diáspora de los afganos tras las sucesivas oleadas de violencia, corrupción política y guerra sufridas por el país desde los años 70; por otro, la homosexualidad del protagonista como conflicto personal y cultural; por último, el uso de la animación como recurso doble para el camuflaje de la “historia real” y el embellecimiento poético de las luces y sombras de un relato marcado por el horror, la deshumanización (de talibanes y comunistas) y el trauma.

Así, Flee narra desde el presente terapéutico un periplo de infancia, juventud y madurez atravesado por la huida constante, el tráfico de personas, la separación familiar y el miedo como territorio plástico que intenta explicar parcialmente la Historia reciente de las migraciones y la maldad humana desde una subjetividad sensible y atribulada. El mensaje, claro; las formas, artesanales y vistosas; los efectos, previsibles. Especialmente para espectadores que gusten de enjuagar la conciencia (de Occidente) en los destinos trágicos de todo aquello que nos pilla a distancia de telediario y que nuestra sociedad del bienestar aún está a tiempo de corregir.