La segunda entrega de las aventuras animadas de los Croods, cavernícolas entrañables made in Dreamworks, no deja lugar a dudas sobre lo conservador de su mensaje: donde se ponga una familia tradicional, numerosa y unida, que se quite cualquier otro modelo, incluido el ecologista-sostenible, encarnado en esos padres pijo-hippies con los que se encuentran en su búsqueda de un hogar donde asentarse después de años de trote a la intemperie por los senderos y estaciones de la edad de Piedra.
Si el adulto es capaz de sortear tamaño escollo ideológico, puede que disfrute a pleno pulmón junto a sus acompañantes infantiles (aquí sí que dará igual que los hijos sean propios o adoptivos, incluso si son los sobrinos) de esta vertiginosa historia entre escenologías lisérgicas y colores fosforitos que enfrenta a la manada siempre calentita, incluso en su estupidez, a la inevitable emancipación romántica de una de sus criaturas, enamorada de un joven igual de bobo aunque más civilizado, a su familia adoptiva, los ‘Masmejor’, capaces de construir un confortable espacio acotado en mitad de la jungla, y a los monos golpeadores que les demandan bananas para alimentar al temible monstruo simiesco del lugar.
Lo mejor de estos Croods es sin duda su condición de comedia de suegros a la greña y el buen retrato de personajes y tipos dentro de cada conjunto, del niño tonto enganchado a la pantalla de madera a esa abuela con peluca viviente que prepara su regreso como heroína empoderada, por no hablar del particular lenguaje a mamporros de los monetes que, a la postre, también acabarán integrando la gran, correcta y prehistórica familia multicultural que se apunta igualmente como gran mensaje de la cinta.