Annette | Crítica

La bella, la bestia y la marioneta

Adam Driver y Marion Cotillard, amantes trágicos en 'Annette'.

Adam Driver y Marion Cotillard, amantes trágicos en 'Annette'.

Vuelve Leos Carax nueve años después de Holy Motors y lo hace en clave musical de la mano de la ópera rock del mítico dúo Sparks formado por los hermanos Ron y Russell Mael, que consiguen al fin su ansiado desembarco en el cine después de algunos intentos frustrados (Tati) con un libreto sobre el amor destructivo, los peajes de la fama o la explotación del mundo del espectáculo en el que el director de Mala sangre y Los amantes del Pont Neuf ha encontrado elementos suficientes para reactivar su particular imaginario fantástico, romántico, sombrío y surrealista con ramalazos de grand guignol.

De la mano de un monstruoso Adam Driver y una frágil Marion Cotillard, bestia y bella, Adán y Eva en su particular Edén romántico de verdes, amarillos y rojos, Annette asume desde su brillante prólogo su condición de musical posmoderno que se cuenta a sí mismo (con sus autores y responsables moviendo los hilos) para progresar sobre escenas cerradas y cantadas en las que Carax despliega todo su talento para abrazar el tono de los cuentos para adultos entre noches urbanas de velocidad y neón y paisajes diurnos donde el amor fou roza siempre esas cualidades kitsch en el límite de la autoparodia.

Un comediante cínico, físico y extremo y una afamada soprano viven su intenso amor entre canciones memorables (We love each other so much) aunque bajo el acecho de la locura de los celos, el engaño y la autodestrucción. Afloran entonces pasajes de intenso lirismo impresionista y brillantes hallazgos visuales marca de la casa que preludian entre acordes menores el destino trágico de sus personajes. La portentosa escena de la tormenta en mitad del océano, puro artificio poético que remite al cine galo de los 20 y 30, pone el colofón a un primer tercio del filme que sin duda atesora sus mejores momentos.

Lo que sigue, con la aparición de la hija-marioneta como símbolo de la monstruosidad fruto del exceso, los apuntes a la actualidad más banal (la campaña del me too, los interludios de noticieros), el desvelamiento (redundante) de los secretos de la pareja y la gira mundial de la niña prodigio alejan paulatinamente la película de su tono inicial para caer en la obviedad (a veces tosca) de un cuento contado dos veces en el que la música y las canciones no pueden ya sino repetirse como leitmotifs y los momentos culminantes (como el decepcionante dueto final entre padre e hija humana en la cárcel) confirman que Carax parece haberse cansado ya de sacarle más brillo al desigual libreto de los Sparks.