Vida oculta | Crítica

El campesino que se opuso a Hitler, obra maestra de Malick

August Diehl y Valerie Pachner encarnan al matrimonio austríaco protagonista.

August Diehl y Valerie Pachner encarnan al matrimonio austríaco protagonista.

La mayor emoción que se puede sentir en un cine es ser testigo del esfuerzo creativo que ensancha los límites hasta entonces conocidos del arte cinematográfico: ver y sentir como nunca habíamos visto y sentido. Esto es lo que nos ha regalado Terrence Malick.

Cuando vimos Malas tierras y Días del cielo en 1973 y 1978 descubrimos un gran director. Después, pese al éxito y los premios, desapareció durante 20 años. Regresó en 1998 con La delgada línea roja y supimos que durante esas dos décadas había incubado una nueva forma de hacer cine en la que los contenidos -muy ligados a una propuesta humanista de fondo panteísta que se plasmaba en una insólita filmación de la naturaleza- se expresaban a través de formas apabullantes, con nuevas propuestas sobre la fotografía, el plano, la banda sonora -voz, música y sonidos- y el montaje. Siete nominaciones al Oscar y el Oso de Oro en el Festival de Berlín saludaron su resurrección.

Tras siete años de silencio regresó en 2005 con El nuevo mundo, un paso adelante en su nueva forma sensorial de hacer cine. Y después de otro silencio de seis años llegó El árbol de la vida en 2011, una de las experiencias más totales que haya vivido en una sala de cine. El panteísmo daba un giro franciscano (el Cántico de las criaturas) y filosofía, teología y cine lograban una fusión perfecta: esta obra monumental planteaba la teodicea -la coexistencia entre Dios y el mal- a partir del Libro de Job. Nominación al Oscar, Palma de Oro en Cannes, división de la crítica y rechazo del gran público. Malick había cuajado su estilo, radicalizándolo.

Tal vez guiado por esa seguridad el director que en 38 años solo había rodado cuatro películas empezó a prodigarse. En 2012, estrenó To the Wonder, tan admirable como incómoda, y tras ella documentales de experimentación con formatos (Imax, realidad virtual en 360º, Pixel 3) y dos largometrajes fallidos -Knight of Cups y Song to Song- que parecieron dar la razón a sus detractores.

Ocho años después de El árbol de la vida vuelve con la mejor película que haya rodado desde aquella, prosiguiendo su trabajo de ensanche de los límites expresivos del cine para poner en imágenes lo sagrado. Porque la clave de su búsqueda nace de la necesidad de expresar una cosmovisión sagrada y un concepto del ser humano tensado entre dos eternidades: la que intuye dentro de sí y la que le aguarda tras la muerte en esa plenitud de los bienaventurados que cerraba El árbol de la vida, llenándole a la vez de desesperación -ante todo lo que niega la naturaleza divina de la naturaleza (la creación) y del hombre (imagen de Dios)- y de esperanza -porque siente en sí la aspiración a lo eterno-. Dreyer, Bresson o Pasolini habían cultivado la ascesis de la imagen esencial y despojada para expresar lo sagrado. La sensibilidad y espiritualidad de Malick, siguiendo líneas abiertas por Tarkovski, son opuestas: el esplendor de lo existente como creación de Dios, la sensualidad que da a sus imágenes una asombrosa densidad táctil y olfativa. Esto le llevó a crear esta nueva dimensión del cine. Nada presiona más a los creadores para rebasar los límites de sus lenguajes que la necesidad de expresar lo inefable.

August Diehl atiende a Bruno Ganz, soberbio en su último papel como un amargado coronel. August Diehl atiende a Bruno Ganz, soberbio en su último papel como un amargado coronel.

August Diehl atiende a Bruno Ganz, soberbio en su último papel como un amargado coronel.

En su avance hacia el cristianismo Malick ha escogido la historia real de Franz Jägerstätter, un campesino austríaco felizmente casado y padre de tres niñas que vive en una minúscula aldea. Pero -como queda claro desde el inicio con imágenes de El triunfo de la voluntad de Riefenstahl- el mal absoluto que Hitler representa llegará hasta allí tras la anexión, le reclamará a filas, el buen y sencillo cristiano Franz se negará a prestar juramento al anticristo nazi y por ello afrontará el martirio. La cita de Middlemarch de George Eliot que cierra la película deja claro el sentido de su sacrificio: la vida oculta de quienes yacen en tumbas que nadie visita hace mejor a la humanidad. Benedicto XVI reconoció su ejemplaridad declarándolo beato en 2007.

El director funde aquí todo su cine: la dura bendición del cultivo de la tierra (Días del cielo), la guerra corruptora de la naturaleza y de los hombres (La delgada línea roja) y el silencio de Dios ante el sufrimiento (El árbol de la vida). De un lado la plenitud franciscana de la soberbia naturaleza de los Alpes, de otro la sordidez de la cárcel. De un lado la ternura, delicadeza y emoción del amor entre esposos e hijos, de otro la brutalidad de los verdugos nazis y el fanatismo que envenena la pequeña comunidad. Expresados con su innovador estilo que altera, engrandeciéndolos, los conceptos de plano, montaje y sonido. Conmovedor. Asombroso. Desgarrador.

Cuando Franz se entrevista con el obispo para plantearle su objeción de conciencia se transparenta a Jesús ante Anás y Caifás. Cuando un compañero de prisión le atormenta diciéndole que Dios le ha abandonado -"tu Dios no tiene compasión, nos abandona como hizo con su hijo"- se transparentan las tentaciones en el desierto. Cuando el amargado coronel (soberbiamente interpretado por Bruno Ganz en su último papel, como soberbios están todos los intérpretes) interrumpe el juicio para entrevistarse con Franz intentando convencerle de la inutilidad de su sacrificio, se transparenta Jesús ante Pilatos. No sorprende que el protagonista de la nueva película que en estos momentos Malick está montando sea Jesucristo.

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