Crítica 'Tierra prometida'

Renacimiento de una nación

Tierra prometida. Drama, EEUU, 2012, 106 min. Dirección: Gus van Sant. Guión: Matt Damon, John Krasinski. Fotografía: Linus Sandgren. Música: Danny Elfman. Intérpretes: Matt Damon, John Krasinski, Lucas Black, Frances McDormand, Rosemarie DeWitt, Hal Holbrook.

Ya se adentre en terrenos de experimentación, como sucede en su esencial tetralogía de la muerte formada por Gerry, Elephant, Last Days y Paranoid Park, o se acomode suave y discretamente en los márgenes, estructuras y modelos del cine de Hollywood, como ocurre en Milk, Restless o esta pequeña gran Tierra prometida, Gus van Sant se consolida título a título como uno de los cineastas norteamericanos fundamentales de lo que va de siglo XXI. Y digo norteamericano en la medida en que su trabajo asume cada vez con más fuerza, aunque no lo parezca a primera vista, la herencia y transfiguración de ciertas tradiciones, ciertos temas, que pertenecen a una escuela y un imaginario idealista que ahora, en esta Tierra prometida, entronca con la mejor tradición liberal de cierto cine de los setenta, en la estructura discreta y atemperada de la fábula moral capaz de encontrar en los pequeños detalles de su relato coral de dignidad y resistencia de los hombres comunes los ecos de un cierto fordismo rooseveltiano.

Tierra prometida nos devuelve a una Norteamérica rural, callada y horizontal, filmada en unos tonos suaves por el ojo de Linus Sandgren, en la que nos sentimos tan reconciliados con las raíces de una nación como su protagonista, un eficaz empleado de una compañía de gas natural que llega a un pequeño pueblo acechado por el paro y la crisis económica con la intención de cerrar un acuerdo, comprando a sus vecinos literalmente, que permita llevar a cabo operaciones de fracking en la zona.

Un estupendo Matt Damon, autor también del guión junto a John Krasinski, que interpreta además a su necesario antagonista, encarna con sorprendente solidez y convicción esa escisión de la mirada (moral) entre las prácticas del cálculo despersonalizado de las grandes corporaciones y la realidad tangible y humana de una pequeña localidad de Pensilvania a la que, como cualquier otra, le ha sobrevenido el azote de la crisis y la inesperada promesa del maná.

Es la evolución de su mirada la que guía este lúcido y cálido relato incluso en sus zonas más tramposas, fruto de uno de esos guiones marca de la casa Sundance con as en la manga y quiebro inesperado a última hora. Con todo, la presencia complementaria de una estupenda Frances McDormand y de la siempre seductora Rosemarie DeWitt, cuyos personajes sirven además para apuntar caminos de contrapunto cómico y fuga sentimental, completan un paisaje humano tan acogedor como sincero, un paisaje que Van Sant sabe modular con el tono de voz justo, discretamente, volviendo una y otra vez a unos mismos lugares para asentar un humus político que apela a la preservación de la comunidad como último bastión para las relaciones humanas, para una cierta armonía natural, cargada aquí de melancolía, que vuelva a reconciliar a la gran nación norteamericana con algunos de sus principios fundacionales.

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