Historias de Algeciras

El perdón de una madre (y III)

  • Isabel tuvo que lidiar con el deseo de su hijo de marchar a la batalla

  • Tras un funesto final, la viuda encaró la soledad refugiada en su fe

Desde Algeciras envió Isabel un suplicatorio a Martos (Jaén).

Desde Algeciras envió Isabel un suplicatorio a Martos (Jaén).

Los jóvenes ojos de Fernando, al igual que los de sus amigos, bien pudieron ver durante una semana cómo aquellos soldados, jóvenes también como ellos, tomaban posiciones en los puntos estratégicos de la ciudad. Cómo patrullaban las calles con sus llamativos uniformes de campaña, o cómo controlaban el acceso a la localidad de todo aquel que quisiera entrar o salir de Algeciras. Una vez abastecido por barco y desde Gibraltar del material necesario –especialmente zapatos y botas proporcionadas por un comerciante judío de la colonia– el liberal ejército de Riego salió de nuestra ciudad. Bien pudo el joven Fernando, al igual que el resto de ciudadanos de Algeciras, ser testigos durante la salida de los soldados liberales de la entonación de un himno que había nacido en nuestra ciudad; como así reflejan las crónicas y diarios de sus protagonistas: “Y se entonó la canción patriótica y guerrera que se había compuesto en Algeciras”.

El fragor de la contienda y las noticias que llegaban hasta nuestra ciudad de la misma, eran seguidas con gran interés por el público algecireño, siendo quizá, de los más interesados en saber de lo que estaba ocurriendo el hijo del difunto Isidro y de su viuda Isabel. Cuántas veces y a la hora de comer, una y otra vez, como se haría en tantos hogares de aquella Algeciras, comentarían madre e hijo los acontecimientos de la guerra. La madre, temerosa, oiría a su hijo que le haría saber los últimos hechos bélicos acontecidos y las poblaciones que estaban siendo ocupadas por las tropas liberales. Por su parte Isabel, y en silencio, temería que el triunfo liberal pudiera suponer la implantación de ideas progresistas alentadas por el mal y en contra de la Iglesia que le había servido de apoyo y sostén desde que la dejó viuda su pobre y difunto esposo.

Sea como fuere, el 9 de marzo de 1820 Fernando VII puso fin al conflicto expresando: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. La guerra había terminado; pero las intrigas del rey felón no.

A partir de aquellos momentos, la viuda de Isidro Bansenble pudo observar un más que palpable cambio en la sociedad algecireña. Por un lado alcanzó un gran protagonismo don Vicente Terrero, quien había sido su párroco años atrás, y que por edad –al parecer– fue sustituido por el presbítero don José Cayetano Luque. Por otro, de carácter político, como fue el nombramiento del nuevo alcalde –constitucional le llamaban– de nombre Juan Suárez que venía a sustituir a Pedro Barte –absolutista, le señalaban otros–. El nuevo regidor decían: “Había entregado montes de Propios o del Común para ser trabajadas”. Lo que suponía una esperanza de jornal para los jóvenes. Quizá su hijo, igual se preguntó Isabel, quisiera hacerse de algunas fanegas y poder faenarlas, y así dejarse de sueños de aventura.

La buena de Isabel se refería a la iniciativa que emprendieron algunos vecinos de Algeciras como: “Andrés Galindo, Juan Rosales, Antonio Siles Torrejón, José Jiménez y Simón López, todos naturales y vecinos de esta ciudad, braceros del Campo”. Quienes a través de Francisco María Trujillo, también vecino de Algeciras, a quien le otorgaron el permiso legal oportuno para: “Que les represente ante el Rey Ntro. Sr. que Dios g. solicitando la gracia de que se repartan las Dehesas de Propios situadas en esta Ciudad denominadas de Las Abiertas”.

La economía familiar no permitía a Fernando el ingreso en el Colegio Militar de Granada

Pero Fernando no estaba por la labor de trabajar el campo, ya le diesen oportunidades para ello los liberales o los absolutistas. En el sueño de Fernando no había cabida para azadas ni siembras. Fernando quería marchar. Y ahora que reinaba la paz quizá sería un buen momento para exponérselo a su cada vez más solitaria madre. Y así lo haría.

“¡Que pena ser pobre!”, pensaría en más de una ocasión Fernando cuando reflexionaba sobre su deseo de alistarse en el ejército y la carencia –él y su familia– de los “cuartos” suficientes para ingresar en un prestigioso colegio para cadetes, como por ejemplo el de Granada. Allí, según se había informado, para “entrar” exigen una pensión, tal y como le aconteció al joven algecireño –pero de familia con posibles– de nombre Bartolomé Percheva, hijo del que fuera importante propietario e industrial local Ildefonso Percheva, fallecido tiempo atrás. La madre de Bartolomé se dirigió al citado centro castrense granadino en los siguientes términos: “Francisca Aro de esta vecindad, viuda de Ildefonso Percheva, expresa que Bartolomé Percheva, su legítimo hijo de su difunto marido, quiere servir a la Nación en clase de Cadete en ese Colegio Militar de Granada, y siendo requisito indispensable el que tenga que tener asistencia para su incorporación, según el Reglamento del citado colegio, se obliga a dar y suministrar al indicado su hijo Bartolomé Percheva, 8 reales diarios por vías de asistencia, los cuales los pondrá con la anticipación suficiente, según el Estatuto de dicho Colegio Militar, en la Caja destinada al expresado fondo [...] avalando para ello, una casa de su propiedad situada en la calle Ancha de esta Ciudad de Algeciras, junto a la de Ana Flores al Norte y Francisca Bernal al Sur”.

Desgraciadamente para Fernando, la economía de su familia no podía facilitarle el ingreso en tan prestigioso colegio; tendría que alistarse en clase de soldado, y progresar en el escalafón si quería alcanzar una carrera militar brillante y de la que su madre se sintiera verdaderamente orgullosa. Pero primero debería decírselo a su progenitora y eso no era fácil. Tras la muerte de su marido, a Isabel solo le quedaba en el mundo su hijo Fernando y su fe en Dios; si se le iba el primero, su único consuelo sería lo segundo.

En el juzgado de Martos se llevó la causa criminal contra los asesinos de Fernando. En el juzgado de Martos se llevó la causa criminal contra los asesinos de Fernando.

En el juzgado de Martos se llevó la causa criminal contra los asesinos de Fernando.

Por su parte Isabel, que como buena madre no se le escapaba nada referente a su hijo, la taciturna actitud de este no le pasó desapercibida; presentía, con ese sexto sentido que solo poseen las madres, que la marcha de su hijo estaba cerca. Buscó refugio espiritual en los consejos de su confesor el presbítero Francisco Pardo, en la oscuridad del templo solo interrumpida por las velas encendidas por la feligresía algecireña en los diferentes altares de la iglesia parroquial; más o menos iluminados en función de las diferentes advocaciones y preferencias de los fieles. El altar de Ánimas, siempre sobrado de luz; el de San Francisco, que no le quedaba a la zaga pues los devotos de este santo en Algeciras eran muchos y se caracterizaban por pedir ser amortajados con el hábito del popular santo; el altar de la imagen que llamaban Limpia Concepción, también de gran devoción; y por último, el denominado Altar de Privilegio, reservado a la patrona de la ciudad. En aquella atmósfera de penumbra, con olor a incienso y cera, tras el diario rezo del Rosario o la celebración de la misa vespertina, Isabel buscaría a su confesor haciéndole saber de sus desventuras, recibiendo de este las palabras de consuelo y resignación cristiana que ella, de antemano sabía le daría, además de su bendición. Por aquella época, las personas tan devotas como la viuda de Isidro Bansenble utilizaban como desahogo la siguiente exclamación: “¡Dios mío, por vuestra cruz, dadme paciencia!”. Recogida décadas después por Emilia Pardo Bazán en su novela Un viaje de novios, publicada en marzo de 1881.

Y Fernando habló con su madre; y pocos días después, su madre le vio marchar. Alimentándose espiritualmente con la resignación y las oraciones buscando el favor de los cielos para el bien de su hijo pasaba los días. Isabel fue informada de que su hijo se había alistado como soldado en nuestra ciudad antes de su marcha, habiendo escogido el arma de artillería. Estando destinado en la provincia de Málaga, donde recibía la instrucción propia de la disciplina castrense elegida. Pasaron las semanas...Y entonces recibió la mala nueva para la que unos padres nunca estarán preparados para oír: Fernando, su hijo, había muerto. Esta fue la primera noticia que le llegó a aquella madre sobre un hecho que, conforme pasaban los días y con el añadido de los detalles, profundizaba aún más en el dolor de aquella madre. Fernando había sido asesinado.

Los hechos, según el expediente que levantó el juzgado de primera instancia de la Villa de Martos (Jaén), sucedieron cuando: “Cuatro asesinos abordaron al joven soldado Fernando Bansenble, cuando este transitaba, al parecer para incorporarse a su destino en Antequera, en la carretera que une aquella ciudad con la capital de la provincia”. Aquellos asesinos fueron atrapados por la justicia, fueron juzgados y posteriormente encarcelados. Les esperaba solo para saldar la deuda que habían adquirido aquellos cuatro malhechores con la desolada madre: “Ser puestos en manos del verdugo”, según rezaba la sentencia.

Ocho años después, cuando Isabel se había vuelto una anciana y no precisamente por cumplir años, entró como hacía cada día en la Iglesia parroquial de Ntra. Sra. de la Palma, para recibir el alimento espiritual que la mantenía en pie. Aquel día, la homilía de don Francisco Pardo, hizo hincapié en el perdón. La posterior comunión se la dio el celebrante mirándola a los ojos con benevolencia. Una vez terminada la función religiosa y antes de que Isabel abandonara el templo, se le acercó un monaguillo para decirle que don Francisco, el cura, le pedía que lo esperara. Minutos después y saliendo de la sacristía, ya desprovisto de amito, alba y casulla, le solicitó a Isabel que se sentará junto él y frente al altar de Las Ánimas hablaron del perdón.

Días después, al Juzgado jienense que había conocido de la causa de la muerte del joven soldado, llegó un documento datado en nuestra ciudad que rezaba: “Isabel Malavilla de esta vecindad de Algeciras, viuda de Isidro Bansenble, se dirige al juzgado de primera instancia de la Villa de Martos en el Reyno de Jaén, donde pende causa criminal contra Cristóbal Martínez, Juan Hurtado, Pedro Palacios y Diego Martínez, presos en aquella cárcel por muerte causada, habrá tiempo sobre ocho años, entre Antequera y Málaga, sobre Fernando Bansenble, su hijo, natural de la Villa de Casares, y soldado de la Compañía Fija de Artilleros de esta Plaza y pudiendo la compareciente –prosigue el suplicatorio–, usar de su derecho y seguir la acción criminal que le compete contra ellos como madre del difunto, y habiendo intercedido persona docta para que los perdonara, ha condescendido en ello.

Y poniendo en ejercicio la mejor vía y forma a que haya a lugar, otorga: Que por lo que a ella toca perdonar a los referidos Cristóbal Martínez, Juan Hurtado, Pedro Palacios y Diego Martínez, del delito y la pena en la que incurrieron, en cuya virtud renuncia desde ahora para siempre de la acción civil y criminal que le compete. Suplica a S.M. se sirva indultarles y remitir la Ley a otra pena, mandando que por la mencionada injuria no se proceda contra sus personas y sus bienes, en manera ni tiempo alguno; confiesa y declara que hace este perdón por amor a Dios y de su libre voluntad, no por temor de que no se les hará justicia, ni por otro motivo, obligándose a no reclamarles ni en todo ni en parte cosa alguna por razón de la expresada ofensa, y si lo hiciere que no se le diga judicial ni extrajudicialmente, y que además pueda compelérsele á satisfacción á los reos los daños que le causaron por la contravención, dando fin otra cusa para que no obre ningún efecto contra sus personas ni bienes. Por tanto, por todo lo expresado obliga a todos los suyos en vida y a los Señores Jueces y Justicia de S.M. para que apremien a su cumplimiento como tal sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada y consentida. Renuncia a las leyes y derechos de su favor. Lo firma en presencia de don Tadeo Marín, don Ramón Moro; y de su confesor, el Presbítero don Francisco de Pardo”.

Una sencilla y devota mujer como Isabel, desde este apartado rincón de aquella convulsa España, había dado un ejemplo de coherencia en sus creencias y pensamientos que ni los absolutistas (con la cruz en una mano y el palo en la otra), o liberales (defensores de la libertad de “su” pensamiento encarcelando al contrario); y mucho menos la calamitosa figura histórica del rey traidor, habían sido capaces en definitiva de mostrar.

Manuel Tapia Ledesma. Ex director del Archivo Notarial de Algeciras.

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