A vista del Águila

La Palma y el tiempo

  • Cuando la fotografió Miguel Ángel Del Águila, no era solo telón de fondo o templo mayor, sino un espacio en el que se vivieron tiempos de cambio

Entrada a la iglesia de La Palma, en la Plaza Alta.

Entrada a la iglesia de La Palma, en la Plaza Alta. / Miguel Ángel del Águila

La iglesia de la Palma es la heredera de la catedral medieval de Santa María, erigida por Alfonso el Onceno sobre la mezquita mayor tras su entrada en la ciudad el 28 de marzo de 1344. Al ser aquel día Domingo de Ramos, recibió la advocación de la Palma y un mes más tarde el papa Clemente VI, desde Aviñón, firmó la bula reconociendo la sede catedralicia algecireña. Tras la destrucción sistemática de la urbe años más tarde, el edificio actual se construyó en las primeras décadas del XVIII.

En esos tiempos ilustrados, se optó por renunciar a la orientación canónica, que sí tenía la vecina capilla de Europa, y se eligió para levantar el nuevo templo un amplio solar en el testero occidental de la plaza. El proyecto inicial contemplaba el edificio centrado en la acera de poniente; sin embargo, intereses menos confesables acabaron arrinconándolo a la esquina suroccidental. Desde entonces se ha convertido en icono y referente urbano: suma de cal y triángulos de tejas. El geométrico juego de volúmenes de su fachada y su airosa torre han dado sombra y calor a generaciones de algecireños que lo han sentido como espacio espiritual y refugio material, naves de silencio y sombra que han albergado deseos de luz.

Durante los cambiantes tiempos de la Transición desarrolló un papel principal y no se conformó con el de telón de fondo: sirvió para castrenses funerales de Estado y para asambleas obreras; se cubrió de banderas autonómicas y fue al compás de un tiempo que se hizo historia entre sus muros. Hasta funambulistas pedalearon hacia un reloj al que ahora no permiten que suene al compás del ciudadano más universal.

La Palma, telón de escena

Corría el invierno de 1968 cuando Miguel Ángel Del Águila se encaramó a la azotea de un edificio vecino para tomar esta imagen de la iglesia que protagoniza la toma. Equilibrio en el juego de blancos planos de piedra y cal; volúmenes piramidales de tejas cubiertos a todas las aguas; la torre alta y enhiesta, recibiendo el sol constante, sin amenazas de sombras. En la plaza circula tráfico, pero hay sitio libre para aparcar frente a una portada exenta y limpia, de contrafuertes dobles y hornacinas vacías. La bandeja central mantiene aún la noble cerámica de convulsas décadas pasadas y parterres angulares frente a las balaustradas. Las acacias sin hojas dejan ver los perfiles de la fuente.

Iglesia de la Palma, en 1968. Iglesia de la Palma, en 1968.

Iglesia de la Palma, en 1968.

Faltaban cuatro minutos para que el reloj diera las doce de una mañana clara de Levante donde apenas se mueven las ramas de las grandes palmas plantadas en honor de la patrona. Al calor del tibio sol de invierno, dos abombadas sombrillas protegen las cámaras de los fotógrafos ambulantes que captaban primeros pasos con zapatos nuevos y primeros encuentros de vidas por estrenar, para las que el tiempo tenía la inicial antesala de las campanadas de mediodía.

El fin de un tiempo

Última decena de noviembre de 1975. Apenas habían transcurrido unos días tras el fallecimiento de Francisco Franco, cuando tuvo lugar en la iglesia Mayor un funeral al que acudieron los representantes del poder político y militar en aquellos últimos momentos de la dictadura. Fue una misa concelebrada en la que se llenaron sus cinco naves, aunque el fotógrafo tomó la instantánea en el exterior, momentos antes de iniciarse el acto y recogió la llegada de la entonces principal autoridad de la comarca: el Gobernador Militar.

Gobernador militar llegando a la Palma. Gobernador militar llegando a la Palma.

Gobernador militar llegando a la Palma.

De perfil, con banda de luto en el brazo izquierdo -como el resto de oficiales que lo escoltan-, saluda a las autoridades civiles que lo esperan a la entrada. Miradas expectantes, rostros serios, abrigos tempranos, gafas oscuras, periodistas cubriendo el acto y corbatas, muchas corbatas. Mandos de la policía local esperan bajo el ciprés que custodiaba la portada de la iglesia desde una reforma previa en que se colocaron sendos faroles con poco disimuladas conexiones. Flanqueando las jambas de la puerta principal se han colgado para el acto dos altavoces cuadrados encima de los paneles negros donde se exponía el horario de las misas y la calificación moral de las películas que se proyectaban en los numerosos cines de entonces. Poco duraron las calificaciones, al igual que los cipreses, las bandas de luto y las oscuras gafas.

Asamblea en el templo

Apenas año y medio separan estas dos fotos. El viernes 25 de marzo de 1977 se inició un encierro de la plantilla de Acerinox y de buena parte de sus familiares en la iglesia de la Palma. Allí se reunieron en asamblea permanente donde discutieron los difíciles momentos por los que atravesaba su situación en la factoría de Palmones. Durante aquellos días, el reloj de la torre marcó las horas y no tuvo que convocar a quienes ya estaban convocados.

En la mesa del altar mayor se retiraron los objetos litúrgicos y solamente dos velones recordaban eclesiales funciones. Las palmas doradas de la cabecera, la oración de José María Pemán grabada en listones de madera, el lobulado crucifijo, la celosía de madera conocida por poco evangélicos apodos y el escueto altar de la patrona conforman un postconciliar retablo donde las homilías y rezos que se escuchan son las protestas, reivindicaciones y propuestas que expusieron los trabajadores para quienes se abrieron las puertas del templo.

Encierro de los trabajadores de Acerinox. Encierro de los trabajadores de Acerinox.

Encierro de los trabajadores de Acerinox.

Camisetas, jerséis de pico, chalecos, bigotes, patillas tupidas, pantalones de campana, cazadoras. Solamente una chaqueta, apenas una corbata. Algunos niños oyen también el discurso del trabajador anónimo que subraya sus palabras con el brazo derecho. No había incienso, ni flores, ni velas encendidas, ni musitadas oraciones. No hubo música de órgano, ni tedeum, ni rosarios. Durante aquellos días las bóvedas neoclásicas cobijaron anhelos y gritos, soflamas y silencios compartidos, lecturas y palabras que a muchos extrañaron, aunque no eran extrañas al evangelio.

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