Historias de Algeciras

Un algecireño en Nueva York (III)

  • José, un hombre joven, con ganas de trabajar y gran experiencia laboral, decidió darle una vuelta a su destino y se trasladó a la vecina localidad de La Línea, en pleno crecimiento

La parroquia de la Inmaculada (1873).

La parroquia de la Inmaculada (1873).

De regreso a la figura de José con sus “cuatro cuartos”, que había recibido por todo un día de sufrido trabajo, y mientras marchaba buscando un más que merecido descanso sin saber en qué faena al día siguiente sufriría nuevamente aquella injusticia normalizada, hacía cuentas tomando como referencia el conocimiento de las monedas que le había enseñado su madre; como herramienta principal, para poder subsistir en aquella dura sociedad, y sobre todo, le decía mirándole fijamente a los ojos: -¡Que no te engañen José!... ¡Que no te engañen! Y repasaba mentalmente, como si estuviera sentado sobre las rodillas de su querida madre: -4 reales igual a 1 peseta; 5 pesetas igual 1 duro; y 1 real se divide en 8 cuartos. Esta era la mejor clase de economía de necesidad que un pobre podía recibir en aquella España de finales del XIX.

Y José decidió cambiar su destino. Para empezar, pensó en marcharse de Algeciras. Buscar un lugar donde pudiera ahorrar algo de dinero para comenzar una nueva vida, no pudiendo contener el pensamiento... ¡¡Nueva Yo!!

Semanas atrás, mientras paraba la faena en una de aquellas huertas junto al río de la Miel; y al objeto de comerse el triste costo que le había preparado su madre uno de aquellos compañeros de fatigas rompió el silencio, pues como es sabido, según los jornaleros viejos: En el campo sirven los brazos y sobran las palabras-, manifestando: -En La Línea se está mejor, porque dejan vivir a la gente con lo que sacan de Gibraltar.

Ese “dejar vivir” era la resultante de la flexibilidad del choque de competencias jurisdiccionales entre: el orden público y el militar en torno a la verja de Gibraltar. La frontera con la colonia vecina, generaba en este lado -a veces- esa circunstancia tan propia de la administración española muy dada al “encontronazo” jurisdiccional. Conformándose un espacio físico que gozaba, según soplaran los vientos de la conveniencia, de una cierta “relajación”. Y que unido a la cercanía en el tiempo de la segregación del territorio afectado del Ayuntamiento de San Roque (1870), y la cercanía de la roca provocaba -todo ello en su conjunto-, un efecto llamada aprovechado por no pocos ciudadanos -entre otros- de Algeciras, que en su mayoría se relacionaban con la jarampa o contrabando como único modo de subsistencia dado el sempiterno olvido gubernamental hacia esta zona, y que encontraba en la reciente ciudad que sería bautizada como La Línea de la Concepción (aunque también se barajó el nombre de Línea de las Victorias), mayores facilidades para su subsistencia.

José, tras despedirse de los suyos, cogió el pequeño hatillo y puso el pie como gesto de huida en el pescante del carruaje de la Compañía La Veloz; empresa que hacía la ruta desde Algeciras hasta la nueva ciudad -o viceversa-, pasando por los términos municipales intermedios, circundando con ello la media herradura que da forma a la bahía.

La joven ciudad en la que se siente acogido nada más llegar, ofrece un magnífico aspecto a pesar de su corta existencia. En pocos años, la que fuera una barriada más de San Roque, con el esfuerzo de sus habitantes y el liderazgo de su primer Alcalde, Lutgardo López Muñoz, había conseguido entre otros avances, la implantación de una importante industria corchera (1888); levantado un magnífico templo dedicado a su patrona la Inmaculada Concepción (1873); o, inaugurar su coso taurino (1883). Pocos años después de la llegada de José, la ciudad que desde entonces se había convertido para este algecireño en su segunda patria-chica, inauguraría el modernísimo servicio -para la época- de alumbrado eléctrico; adelanto del cual, muchas capitales de provincia carecían y que afortunadamente en el Campo de Gibraltar gozaban las más importantes de sus localidades.

La “relejación” en la frontera con Gibraltar hacía florecer diversas actividades ilícitas

Sabedor de que los comienzos no eran fáciles, José sintió que al otro lado de la bahía comenzaría para él una nueva vida. Para finales de siglo, La Línea de la Concepción contaría con una población real de más de 20.000 personas; mientras que en el año de su constitución como nuevo Ayuntamiento, solo sumó 330 vecinos: repartidos en 136 casa y 150 huertos. Para José, aquel increíble incremento poblacional en tan corto espacio de tiempo coincidía con el pensamiento de aquel compañero jornalero que en un huerto junto al río de la Miel le habló de la “relajación que permite dejar vivir a la gente”. José contaba con juventud, ganas de trabajar, y una gran experiencia en todo tipo de trabajos; y lo que para él era más importante: una gran capacidad de sacrificio ampliamente demostrada. Su vida laboral se podía describir en dos líneas. Pero aquellas dos líneas contenían toda la fuerza de reacción necesaria y contraria a la dura vida que hasta entonces le había tocado sufrir.

José trabajó duro, luchó y se enamoró. La afortunada fue una agraciada joven linense llamada Josefa. José y Josefa, juntos emprendieron una vida en común. De vez en cuando, ambos viajaban hasta nuestra ciudad para visitar y saber de la familia. La falta de medios económicos hacía posible que las dos ciudades estuvieran visualmente muy cerca, pero ante la falta de “posibles” a la vez muy lejos para aquel pobre matrimonio. Y José en cada visita, podía comprobar fácilmente cómo sobre la ciudad de Algeciras se ejercía una dura represión del contrabando; siendo las zonas de mayor control, además de las entradas y salidas dirección Tarifa o San Roque: el muelle de madera y la estación del ferrocarril. Coordinándose todo el dispositivo desde la Inspección de Policía sita en la calle Santísimo.

En sus regresos esporádicos hasta Algeciras para ver a la familia, José iba a visitar a su amigo: el viejo marinero. Y le contó su sueño de marchar. Contestándole aquél sentado en el suelo mientras cosía la red, con la mirada clavada en los acompasados movimientos de la mano con la aguja, y el permanente cigarrillo pendiente de sus labios: -Joselillo, España es peligrosa si eres lúcido; y tú José...piensas. Y además, eres pobre. ¡Huye José! ¡Vete!. Le dijo el viejo pescador.

Mientras el arrugado hombre del mar daba opinión a su joven amigo, éste, a la par que le escuchaba, se sentía reflejado en aquellos niños de corta edad que dada su pobreza y la cercanía de la Navidad, recogían trozos de hilo sobrante de la costura de la red para engarzarlos en latas vacías que recogían en el muladar que todos nombraban como “El Murillo”.

-Eso haré. Contestó a su viejo amigo. De forma brusca se volvió y mirándole a los ojos le dijo: -Pero recuerda José -prosiguió el viejo- no olvides los 3 muchos y los 3 poco que pierden al hombre: hablar mucho y saber poco; gastar mucho y tener poco; y presumir mucho y valer poco. Tras oírlo, el joven se levantó y se marchó, dejando allí sentado en el frío suelo a aquel cautivo y desarmado de esperanzas por la dura vida que le tocó en suerte y tiempo.

José, además de un sueño por cumplir, tenía que atender a su familia. Este algecireño afincado en la vecina ciudad, bien pudo trabajar en la referida fábrica de corcho que se hallaba situada junto al “Espigón de San Felipe”. Constituyéndose en uno de los 100 empleados que diariamente acudían a ella para elaborar: tapones, corcho en planchas, o el popular serrín (aserrín). Si el caso se hubiere dado, para José no hubiese sido ningún problema trabajar en el depósito permanente existente para descargar el corcho -aún sin tratar-, proveniente de los bosques de Gaucín, Algatocín o Cortes de la Frontera; a las órdenes del administrador Juan Muñoz. Como tampoco, dada su capacidad de sacrificio ganarse el jornal junto a las calderas de vapor en duras condiciones necesarias, para conseguir la llamada “cochura”; o, qué decir en su almacén, cargando las pesadas planchas capaces de derribar las espaldas mejor constituidas para su embalaje y posterior exportación.

Zona de las huertas de Algeciras. Zona de las huertas de Algeciras.

Zona de las huertas de Algeciras.

Tampoco se echaría atrás -pues la necesidad saca fuerzas de donde no las hay-, sí hubiese sido necesario, en la llamada Casa de Matanzas o Matadero, situado junto a las ruinas del castillo de San Felipe, arrastrando reses o los despojos de esta. Y si esa necesidad lo hubiese requerido, de camarero en el Gran Café y Cervecería (La Austriaca) abierto en la calle Real números 45 y 47. El asunto era simple: trabajar y sostener a su familia.

Pero para José y Josefa, a pesar del duro trabajo diario: las cuentas no salían. Las necesidades de un hogar para el nuevo matrimonio requirió la urgencia de levantar una casa. Ambos buscaron por todo el -aún pequeño- casco municipal de La Línea, un terreno donde poder levantar su hogar. El precio de las casas ya construidas era muy elevado. La cada más mayor presencia de vecinos en el municipio hacía imposible plantearse la compra de una casita por pequeña que fuera. Existía una población flotante y cambiante, que fluctuaba con la mayor o menor presencia de trasatlánticos que atracaban en Gibraltar para trasladar al otro lado del mundo a los emigrantes españoles que esperaban durante días la compra de un pasaje para el nuevo mundo; y con ello, una supuesta nueva vida. Mientras el sueño llegaba, alquilaban humildes barracas que cada cierto tiempo eran ocupadas por otro soñadores. Desgraciadamente, los especuladores de aquellas chozas se aprovechaban de la situación. José y Josefa, si bien compartían con aquellos aspirantes a abandonar la tierra patria el sueño de partir; también tenían claro el deseo de poseer un humilde trozo de la tierra que les vio nacer y que les daría el cobijo necesario hasta su marcha.

Y la oportunidad surgió. La vecina de La Línea, María Marín, llegó a un acuerdo económico con el joven matrimonio, para la venta a estos de un terreno de 216 varas, que aquella tenía sin construir en la calle de Las Flores.

(Continuará)

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