Historias de Algeciras

El precio de una cabra

  • José Jiménez Prieto afrontó el 12 de agosto de 1905 el encargo más complejo de su carrera como notario: levantar acta de la represión a un detenido por el robo de un animal

La calle Real (Cánovas del Castillo), hacia 1905.

La calle Real (Cánovas del Castillo), hacia 1905.

Aquel caluroso día de agosto, don José, el popular notario y abogado sentado en su estudio sito en la calle Cánovas del Castillo o Real número 2, miró el reloj, la pequeña máquina y su estómago le indicaron que era el momento de ir a almorzar. Hombre austero y puntual había comenzado su jornada laboral a las 9 de la mañana, si bien su notaría no abría al público hasta bien pasada una hora, prolongándose dicho horario laboral hasta las 5 de la tarde, tomándose el descanso pasado el mediodía para comer junto a su esposa.

Don José Jiménez Prieto había comenzado a ejercer su oficio de fedatario público en Algeciras a partir del ultimo cuarto del pasado siglo XIX, tras dejar atrás a su madre Doña Ursula Prieto Muñoz, quién fallecería posteriormente en 1912 en su pueblo natal de Arjona situado en la provincia de Jaén. En aquel momento era el único notario de Algeciras; pocos años después, compartiría la actividad junto al ilustre y veterano doctor en Derecho y profesor excedente de la Universidad de Salamanca don Manuel de Bédmar y Larráz, quién había ejercido en nuestra ciudad muchos años atrás. Ambos representaban en este distrito de Algeciras al Ilustrísimo Colegio Notarial de Cádiz, aún faltaban unos años para la integración con el de Sevilla. Tras los primeros años de estancia en nuestra ciudad, el joven notario jienense contrajo matrimonio con la algecireña Doña María Dolores Muro y Díaz, hija del ex Alcalde don Rafael de Muro y de Doña Adelaida Gras Consigliero. La joven esposa de cuidada educación, era muy apreciada en el círculo de las jóvenes casaderas de la alta social local, dada la magnífica formación musical que había recibido y gracias a la cual amenizaba las reuniones con excelentes interpretaciones al piano. El matrimonio Muro–Gras, además de la ya para entonces esposa de Jiménez Prieto, también tuvieron a María Victoria quién contraerá matrimonio con José Sotomayor y Patiño, y a Mercedes, soltera residente en la casa familiar. Vivienda que por otro lado y dadas sus grandes dimensiones acogía en su parte inferior a la notaría dejando la parte alta para el uso familiar y del servicio. Aquella gran vivienda fue testigo del fallecimiento del ex Alcalde Rafael de Muro, un año antes de los hechos que aquí se narran, quedando su viuda e hija soltera compartiendo la residencia con su hija María Dolores y el marido de esta y popular escribano.

Una vez compartido el almuerzo con su esposa, Jiménez Prieto nuevamente miró el reloj y creyó oportuno que era el momento de regresar al trabajo con la esperanza de que lo que quedara de jornada vespertina, siguiera la tranquilidad rutinaria que había imperado durante las horas matutinas: un poder para pleitos, otro especial, una venta de tierras y varios protesto de pago, es decir todo dentro de lo más habitual...Pero desgraciadamente y a pocos minutos que nuevamente ocupara el sillón frente a la mesa de su despacho, el destino le aguardaba para conducirlo –quizás– a uno de los momentos más difíciles de su vida profesional y personal. Una vez tomado asiento y de forma mecánica, condujo su mano para dirigirla hacia la escribanía que coronaba la mesa de trabajo. Una vez empuñada la pluma y mojada en el tintero, procedió a estampar su firma sobres los documentos que ocupaban el escritorio y así fidelizar el trabajo realizado durante las horas de la mañana. Solo el tic–tac del reloj de pared de aquel decimonónico despacho rompía el monótono silencio. La puerta se abrió y la persona que trabajaba de ayudante le comunicó la insistencia en verle que mostraba un hombre que aguardaba en la sala contigua. Eran las 16 horas de un caluroso 12 de agosto de 1905.

El recién llegado portando cierto nerviosismo, dijo llamarse Antonio Sánchez Aragón. Aseguró que tenía 33 años de edad, que estaba casado, que su profesión era la de taponero, que residía en Algeciras; afirmando también que los servicios que requería no eran para él, quizás pensando ¡gracias a Dios!

El fedatario fue requerido a acudir a un patio de vecinos de condición insalubre

Así que el aún joven escribano, junto al también joven requirente, salieron del número 2 de la calle Cánovas del Castillo poniéndose en marcha hacía la dirección que previamente el notario le había preguntado. El reloj de la Palma marcaba las 4 de la tarde y unos minutos aún no suficientes para llegar a las y media cuando pasaron junto al obelisco. La Plaza Alta como es natural y debido a la canícula estaba desierta; el sol caía sobre su enlosado de modo infernal, y la población algecireña se refugiaba del calor en sus casas, buscando equilibrar la temperatura de las mismas abriendo puertas y ventanas, además de las cortinas que preservaban su interior de las curiosas miradas. Los más afortunados se refugiaban en la siesta hasta bien entrada la tarde. Nuestro notario, hombre culto, miró de soslayo al pasar por la popular plaza el escaparate de la librería que en aquellos momentos se encontraba cerrada, propiedad de Doña Francisca Tizón Piñero, viuda de Rafael Jurado, quién con la ayuda de su hermano Miguel, al que contrató como encargado, llevaban el negocio con el que ambos se ganaban la vida y que se ubicaba en la llamada oficialmente Plaza de la Constitución. A punto de salir de la parte central de la plaza, miró en contraria dirección hacía la calle Munición ó antigua Cárcel, y más concretamente hacia el número 54 donde residía el teniente de navío Froilán Paredes y su esposa Ana García, a quienes recibió en su despacho días atrás para escriturar una venta de terrenos. Tomada la calle Rocha (antigua Comedia), la circunstancial pareja una vez llegados a la calle Sevilla, pasaron por delante de la tienda cerrada de José María González, y saludaron al pasar frente al número 15, al conocido guarda jurado que todos conocían como: Jacinto el Guarda, aunque su verdadero nombre era Jacinto Herce Manso. Tras el “Vaya Vd. con Dios don José y la compañía”, y la obligada respuesta “Quede Vd. con él”, ambos personajes llegaron hasta la esquina de la calle Sevilla con Buenaire, donde su pendiente siempre llama la atención del que la reta por mucho que la haya subido. Acalorados por la temperatura del día, acompañante y notario alcanzaron el número 12 de la citada calle donde se encontraba el domicilio del primero en el patio conocido como de la Fragua o de la Herrería, por encontrarse en su interior una antigua fragua que en aquellos tiempos a comienzos de siglo XX era trabajada por José Cortés que vivía en el número 5 de la misma calle, siendo su propietario Bartolomé Heredia Cortés. Una vez en el interior del patio, la vista y el olfato del escribano, fueron testigos de “la otra realidad social” que se vivía en la ciudad de Algeciras, y motivada por la falta de salubridad y de higiene entre aquellos desfavorecidos por la fortuna. Visión muy alejada de las grandes residencias, villas o palacetes a los cuales para realizar su trabajo acudía frecuentemente.

Sintiéndose fuera de lugar con aquella su elegante y debida vestimenta compuesta de traje de verano –cuya chaqueta víctima de la inclinada cuesta de la popular calle se vio obligado a depositar sobre su antebrazo–, hizo uso de su pañuelo para secarse las gotas del sudor de la frente; aunque en lo más intimo pensó en taparse la nariz. Atendiendo las indicaciones de su acompañante y guía, entró en uno de aquellos “cuartos”, donde reinaban la oscuridad y las moscas. Fuera no pocas miradas curiosas le seguían, sobre todo de niños desarrapados, sorprendidos por la presencia de tan elegante personaje tan alejado de aquella triste realidad.

Una vez hecha la vista a la oscuridad, pudo distinguir la figura de un hombre acostado protagonista realmente del requerimiento y que nada más verle le indicó que se sentará en una humilde y basta silla de anea cuyas tripas salían por su parte inferior. Sentado el escribano junto al cabecero de la cama, su verdadero requirente comenzó a relatarle: Me llamo Antonio Sánchez Gutiérrez...Y el fedatario en el ejercicio de su función comenzó a plasmar fielmente en el acta las palabras que a sus oídos llegaban: “El día 3 de los corrientes afirma el requirente se presentaron en su domicilio un cabo de la guardia civil y un número los que, sin saber el declarante para que, se llevaron á la casa–cuartel á su hijo Antonio Gutiérrez, que á las 6 de la tarde del mismo día volvió el guardia diciéndole que le acompañase al cuartel pués el sargento deseaba hacerle una pregunta. Acto seguido se trasladó á dicho Cuartel donde lo encerraron en un cuarto, presentándose á los pocos momentos el sargento diciéndole que era necesario que le revelase donde tenía una cabra que se habían llevado la noche anterior; como el dicente no sabía nada de esto, se lo manifestó así al Sargento, el que le puso unos palillos amarrados con cuerdas entre los dedos de la mano izquierda, empezando á apretarle poco á poco, exigiéndole siempre que dijese la verdad sobre el hecho anterior. Como el declarante no dijese nada, el Sargento con un vergajo le dio un sin número de golpes en todo el cuerpo”. Jiménez Prieto, hombre formado en la carrera de humanidades, de seguro que su gesto no quedaría impasible ante las barbaridades que estaba trasladando al papel; pero sobre todo era un profesional y debía de aguantar la fría compostura que conlleva su responsabilidad y exigía el momento.

Un saluda de Jiménez Prieto. Un saluda de Jiménez Prieto.

Un saluda de Jiménez Prieto.

Prosiguiendo el protagonista su relato: “Después llamó al Cabo al que le dijo que si el compareciente no decía la verdad, siguiese pegándole hasta que confesara, como así lo hizo el referido Cabo y un guardia dándole una horrorosa paliza. Después entraron tres paisanos para que lo reconocieran según le dijo el Sargento ignorando lo que dijeran aquellos. A los pocos momentos lo sacaron de aquella habitación y lo llevaron á otra de donde poco después lo sacaron para meterlo otra vez en la primera presentándosele nuevamente el Sargento con el sable desenvainado, haciéndole la misma exigencia de que dijese la verdad, y como no contestase nada le dio multitud de golpes con el sable en el pecho y en la cabeza. Que después le dieron otras dos palizas entre el Sargento, el Cabo y un guardia. Que no sabiendo que hacer el compareciente rogó al Sargento que lo dejase y tomase informes de quién era él, los cuales los podía dar Don Félix Sos que habita en la calle General Castaños (Félix Sos Ruíz de Luzurriaga, efectivamente tenía su domicilio en la antigua calle Carretas o General Castaños, compartiéndolo junto a su hermana Mercedes, dado que ambos eran solteros y de avanzada edad. Propietario e industrial, formó parte de la directiva de la Sociedad Casino de Algeciras en calidad de vocal, junto a Pedro Quintero Piñero, Eugenio Blanco Romero y Julio Álvarez Tarro, bajo la presidencia de Manuel Navarrete Campos) y entonces cesaron de maltratarlo. Que próximamente á la una de la madrugada, lo llevaron á la cárcel á donde llegó con gran trabajo por no poder andar. Entre dos y tres de la tarde se le tomo declaración por el Señor Juez de Instrucción de este Partido (el ordinario en aquel momento en Algeciras era don Manuel Polo y Pérez, siendo el escribano de actuaciones del juzgado, don Antonio María González y Fernández) el que en el acto, mandó ponerlo en libertad viniéndose á su casa donde se presentó el Médico Don Ventura Morón (director del Hospital Civil), quién le hizo un reconocimiento detenido y se encargó de su asistencia por orden del Señor Juez. Y no deseando hacer más manifestaciones, se dio por terminado éste acta que redactada por mí el Notario fué leída á los presentes [...] aprobándolo y firmándolo el Antonio Sánchez Aragón y los vecinos de esta Ciudad Don Manuel Lara Gómez y Don Laureano Quirós García que han estado presente durante el acto, no haciéndolo el Antonio Sánchez Gutiérrez por asegurar no saber escribir”.

Cuando salió del patio de la Fragua, lo visto y oído aquella tarde quedó en su memoria

Tras terminar el acta, Jiménez Prieto abordaría nuevamente con la comodidad del que baja, la empinada pendiente de la calle Buenaire. Mientras caminaba de vuelta a su estudio, observaría como en su retina quedarían impresas por un largo periodo de tiempo aquellas estampas de miseria y penurias que había visionado, estando estas acompañadas del nauseabundo olor que la falta de saneamiento generaba en aquellos pequeños hormigueros humanos. Pero sobre todo el relato, la narración de una realidad en la que todos sus protagonistas fueron victimas del tiempo y la sociedad que les tocó vivir. “¡Y todo por una cabra!” Con sonrisa irónica recordaría sin duda su requerimiento en la compra–venta de semovientes (bienes consistentes en ganado de cualquier especie), en el que una cabra alcanzó la cifra de 25 pesetas; cantidad esta que le llevaría a una fácil reflexión: “todo aquel dolor generado por el hambre y la miseria tenía el precio de una cabra ¡25 pesetas! ¿Qué España era aquella?”. Hasta aquel entonces, fuera del contexto notarial, a José Jiménez –desprovisto del tradicional don– le gustaba escribir para el afamado periódico ABC de Sevilla, aunque pronto –quizás motivado por aquella experiencia vivida en el patio de la Fragua– comenzó su actividad política llegando a liderar a los conservadores–liberales algecireños. Entre sus amigos más cercanos se encontraba don Emilio Santacana, otro gran humanista como él. Tal fue el grado de reconocimiento del escribano jienense hacia aquel viejo liberal, que llegó a plasmar documentalmente en una breve expresión –recogida en instrumento– el gran afecto que sentía por el Alcalde de la Conferencia, consiguiendo con ello sellar con amistad, una fisura abierta en el pasado y de la que ambos no eran responsables. Pero esa es otra historia.

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