Historias de Algeciras

La carta de Mr. Harold (I)

  • Mr. Harold A. Porter, un acaudalado empresario de origen británico, intentó contactar dos veces con Guillermo Lombard sin conseguirlo

  • El Anglo-Hispano, testigo de los hechos

Vista de la ciudad de Algeciras desde la azotea del Hotel Anglo-Hispano.

Vista de la ciudad de Algeciras desde la azotea del Hotel Anglo-Hispano.

Aquellos días de la segunda quincena de abril, era una delicia respirar los aires de primavera de 1906. Pablo Blanchard, el diligente director del Hotel Anglo Hispano, gustaba tras haber mantenido las rutinarias conversaciones con el personal de cocina, recepción y camareras de habitaciones, tomarse un respiro, ya fuera charlando con los asiduos del hotel u ojeando la prensa nacional o extranjera -traída por el cercano tren desde la capital de España o por los vapores que hacían la ruta con Gibraltar-, sentado en la terraza.

Íntimamente si tuviera que elegir aquel momento de descanso, sin duda se quedaría con la contemplación de aquel panorama, al mismo tiempo que saboreaba una magnífica taza de café: la visión del río de la Miel, el puerto con su incesante ir y venir de innumerables viandantes, y allí al frente -en la banda norte-, la ciudad bulliciosa pletórica de vida.

Afortunadamente -pensó- ya han pasado los días de locura de la conferencia: primero las obras para la construcción del nuevo puente, el arreglo de la calle San Quintín y la puesta a punto del Paseo de la Conferencia. Obreros de aquí para allá, bestias cargando con materiales de construcción, las voces de los capataces, los gritos de los obreros, el polvo de las obras… lo dicho, una locura que hacía imposible no solo la presencia en aquella envidiable terraza sino en el hotel mismo. Después el protocolo, la llegada en tren -y por tanto frente al hotel- de las distintas delegaciones. Aquello sí daba distinción al establecimiento. Muchos de aquellos diplomáticos decidieron quedarse en el Anglo Hispano, dejando el glamoroso Hotel Cristina para los responsables de las delegaciones. El personal de servicio al ruido generado por el gentío que se aglomeraba frente al hotel se asomaba para ver el espectáculo, los elegantes señores, las bellísimas damas, aunque las más veteranas de aquellas trabajadoras dijera que ninguna se podía comparar con la Sra. Maclean, rememorando una vieja historia acontecida años atrás en el hotel. La presencia de las primera autoridades locales vestidas con sus mejores galas o la siempre atractiva imagen de la banda militar que bajo la dirección de Pablo Echegoyen, se hacía notar antes de atravesar el nuevo puente, tocando diferentes pasodobles, destacando el compuesto por su director y de nombre: La Conferencia de Algeciras. Durante aquellos días, la ciudad fue una fiesta y la terraza del hotel el mejor parco para disfrutarla.

Blanchard, hombre de mundo, había sido designado para dirigir aquel hotel por quién asumió la propiedad del mismo -aún en vida de su padre- Adolfo Casola Bonfiglio. Su padre Adolfo Casola Piurí, hombre de una cierta edad, había sufrido un gran revés en los negocios meses atrás, cuando se produjo la disolución de lo que fue aquel sueño algecireño llamado: Compañía Anónima de Pesca la Algecireña. Si bien Casola Piurí no formó parte de la compañía en un primer momento, el Consejo de Administración inicial estaba conformado con los prohombres locales: Emilio Santacana y Mensayas, presidente; Juan Furest y Pons; vice-secretario y Rafael de Muro Joarizty, depositario-, sí figuró como socio en una posterior ampliación de capital, junto a tan reconocidos nombres de la sociedad local, como José Santacana y Mensayas, propietario; el comandante de infantería, Manuel Maroto y Maroto; el empleado, José Garbarino y Demaría; el ingeniero municipal, Miguel Cardona Juliá; el comerciante Rafael Otero Altarribas; Carlos Plá y Furest, propietario; el coronel retirado, Enrique García Dacal; el también propietario, Federico de la Torre Cataño; el comandante de oficinas militares, Rafael Ortega Arjona; el industrial, Saturnino Oncala de la Vega; Antonio Gil Pineda, propietario; Antonio Furest Aguilar, propietario; el teniente auditor, Onofre Sastre y Canet; el comerciante, Ángel Medina Benítez; los médicos Buenaventura Morón González y José Zurita y Gómez; José Trelles Ruiz del comercio; el también comerciante, José Vecino Méndez; los empleados, Francisco García Palacios, Andrés Lorite Sabater y José Nicart Vélez; o el industrial, Federico González Díaz.

Blanchard en la recepción era como Belmonte en la plaza de La Perseverancia

Desgraciadamente los resultados y las previsiones económicas no se cumplieron y tras dos años de lucha para mantener en pie aquel proyecto local empresarial, comenzaron a cumplirse los requisitos para la disolución recogidos en los Estatutos del proyecto. Demostrando el balance anual que las pérdidas alcanzaban a la mitad del capital social. Y entre la primavera y el otoño de 1904, se reunieron los socios en varias ocasiones para analizar la situación, y antes de que el descalabro económico fuese mayor, los socios tomaron la dolorosa decisión de liquidar la empresa. Aquel fracaso había hecho mella en el ánimo del padre de su actual jefe; quién, una vez consultado con su esposa Adela Bonfiglio tomó la determinación de ir dejando paso a la nueva generación al frente de los negocios. Con la retirada del Hotel de quién fue su alma mater, también se marchó el que fuera su mano derecha al frente del Anglo Hispano, su antiguo director Juan Bautista Ceruti, de quién decían los empleados más veteranos: que gustaba de mirar el reloj y comprobar si se cumplían los horarios de salida o llegada de trenes y vapores, mascullando entre dientes… “¡Viejo zorro escocés!”, en alusión a Juan Morrison.

El pasado… pasado está, y sea como fuere el hotel miraba al futuro igual que la ciudad, siempre con esperanzas. Y si de él dependiera, pensaría alguna que otra vez el nuevo director: “¡Cuantas cosas cambiaría!”. Lo primero que le llamaba la atención negativamente, era la licencia municipal dada para ubicar detrás de su hotel una fábrica de tapones propiedad del afamado – y poderoso- banquero catalán Juan Forgas. Los ruidos, el polvo del corcho, el riesgo en caso de incendio...no lo entendía. Su único consuelo era que los vientos predominantes -levante y poniente- alejaban de su establecimiento las molestas partículas de aserrín de corcho, dada su ubicación mirando hacia el norte.

Ya para entonces, Pablo Blanchard se había convertido en la mano derecha de su jefe Casola Bonfiglio, sobre todo cuando este se vio obligado a pasar grandes temporadas en Jimera de Libar, donde se había comprado una vivienda, a causa de la detección de una dolencia respiratoria.

La recepción del Hotel Anglo-Hispano. La recepción del Hotel Anglo-Hispano.

La recepción del Hotel Anglo-Hispano.

Habían pasado los años y el fiel Blanchard había demostrado sobradamente su valía al frente del Hotel propiedad de la familia Casola. Por aquellos días de rutinario trabajo, Pablo se habría de enfrentar a una situación en la que volvería a demostrar sus magníficas dotes no solo para liderar un equipo de trabajo, sino para “lidiar” con todo tipo de situaciones generadas por los clientes. Su manejo del capote a porta gayola teniendo como burladero el mostrador de la recepción, en nada tenía que envidiar a las faenas de Juan Belmonte sobre la arena de La Perseverancia. Y así aconteció cuando un asiduo cliente del hotel, Mr. Harold A. Porter, llegado en paquebote hasta Gibraltar y posteriormente en vapor hasta Algeciras, pidió como era habitual hospedarse en el hotel. Aquellos hombres de negocios no eran fáciles de tratar. Acostumbrados a mandar y a manejar grandes cantidades de dinero, no admitían una negativa por respuesta. De carácter aparentemente tranquilo, el Sr. Porter siempre había dado muestras de cercanía para con los empleados del hotel, incluido su director. Pero en aquella visita, se le notaba nervioso, taciturno y esquivo. Tras varios días de estancia en el Anglo Hispano, Porter requirió la presencia de uno de los jóvenes mozos del establecimiento -al que Blanchard gustaba denominar en público “botones” porque lo consideraba más elegante-, para que llevara una carta a una determinada dirección no alejada del hotel en la parte alta o “inglesada” de la Villa Vieja. Mientras esperaba respuesta, Porter tomó asiento en la famosa terraza del Anglo Hispano entreteniéndo la mirada, en el lento navegar de las barcazas almejeras por el río de la Miel. Al poco rato joven y sobre volvieron juntos, para enfado del remitente anglosajón. El servicio de la casa del Sr. Lombard -dijo el muchacho- por orden de su señor no ha querido recoger el sobre. “¡Ni por correo ni en persona!”, pensó Mr. Harold, en plena frustración.

El diligente y siempre atento a cuanto ocurría en el establecimiento de su responsabilidad Sr. Blanchard, al oír el apellido de quién debía ser el destinatario de la misiva, calibró rápidamente la importancia del asunto. “¡Nada más y nada menos que un Lombar! Pero...¿Cuál?”, debió pensar. Con un discreto gesto llamó al “botones” y le preguntó el nombre que había visto en la carta. “Don Guillermo”, respondió el joven botones. Su mente hizo un breve pero muy eficaz retrato de aquel miembro de la familia Lombard: Guillermo Lombard Damonte, hijo de María Nicolás Damonte Veraldi viuda de Luis Lombard Baglietto, casado, comerciante y vecino de Algeciras. Asumió, según pudo oír en el hotel, los derechos del arriendo del corcho que Dña. Concepción Villalta dueña de terrenos y posesiones en Los Barrios y San Roque pobladas de alcornoques. Que tenía arrendadas a un tal Sebastián García Corrales en unas condiciones muy ventajosas, y que Lombard, al olor de las buenas ganancias consiguió que el tal García Corrales le cediera y transfiriera el contrato de arrendamiento del corcho por tan solo 2.600 pesetas. Insignificante cantidad teniendo presente que el precio de la primera pelada estaba fijado en 7,50 pesetas el quintal de 46 kilos a los 8 días después de sacado todo, quedando fuera de peso el corcho hediondo, quemado, bornizo, podrido y los pedazos pequeños denominados por los negociantes del corcho asiduos del Hotel Anglo-Hispano, como: “menores de una cuarta en cuadro”. Mientras recordaba estos datos del gran negocio de Lombard, le venían a la mente -como si de imágenes de aquel invento de moda llamado cinematógrafo se tratara- aquellos orondos “señores del corcho” que sentados en la terraza o en el hall del hotel discutían esperando a los grandes dominadores del negocio en el Campo de Gibraltar: los Forgas, familia catalana que residía en la cercana calle que los algecireños llamaban: El callejón de los catalanes o Catalanes, no sin falta de lógica y razón; dueños de la maldita fábrica taponera existente detrás del hotel que con viento del sur, arrastraba hacia su establecimiento todo el polvo de corcho.

El director del hotel se interesó discretamente por el destinatario de las misivas

Así que nada menos que D. Guillermo Lombard. El último gran negocio de Lombar -recordó-, fue la venta de su lancha vapor Mary al Presidente de La Sud de España en la cifra de 5.500 pesetas. Mientras el director del Anglo Hispano, seguía en sus reflexiones sobre la relación del Mr. Harold con el Sr. Lombard, el primero, una vez más calmado ante la contrariedad, consideró que quizá todo se debiera a un mal entendido por parte del servicio de Lombard, exculpando con ello a tan importante propietario y hombre de negocios local. Nuevamente mandó llamar al recadero para que hiciese entrega de la misiva, no ya en Villa Patricio, domicilio habitual de la familia Lombard, situado en la calle San Nicolás (llamada así en honor de uno de los primeros propietarios de aquella zona, el accitano o natural de Guadix, Nicolás Díez Olat de Oñate), sino en el lugar de encuentro habitual de los propietarios y prohombres de Algeciras: la Sociedad Casino de Algeciras. Y allá que marchó el joven hacia la más que conocida dirección sita en la Plaza de la Constitución (Alta) y junto al no menos popular restaurante La Plata.

Llegado a la puerta, se dirigió al ordenanza de la entidad, siendo entre los más antiguo de la Sociedad el conocidísimo y diligente José Alcoba Mateo. Entregada la carta al conserje, este de modo displicente entró en los salones de la institución, viendo desde el exterior el botones del Hotel Anglo Hispano, como le entregaba la misiva al Sr. Lombard, al cual conocía sobradamente, devolviéndole este el documento una vez observado el remite. Nuevamente la carta era rechazada y volvía camino del hotel al paso vertiginoso del mozo bajando por la calle Torrecilla (Prim). Ni que decir tiene la contrariedad que nuevamente Mr. Harold volvió a sufrir al ver devuelta el documento por él escrito de puño y letra fue mayúscula. Aquello ya era demasiado.

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