Adolfo Suárez

El trapecista sin red

Conseguir llegar a ser el hombre adecuado para estar en el lugar y el momento adecuado de la historia constituye un singular privilegio al alcance de muy pocos. A lo largo del complejo proceso de la Transición española discurrieron numerosos personajes que trataron de adaptarse mejor o peor a los vientos del cambio, aunque acaso no consiguieron ser el gozne sobre el que giró el trascendental cambio histórico de nuestro país.

Y es que la Transición fue una especie de encuentro mágico entre dos procesos que, lo mismo podían ser complementarios, que alternativos: por una parte era el resultado del empuje democrático de la sociedad española, empeñada en quitarse de encima los anclajes del franquismo a base de movilizaciones sociales impulsadas por el pueblo; por otra, según una visión elitista que se desenvuelve en los despachos del poder, la Transición fue el resultado de un diseño visionario gestado por algunos hombres extraordinarios que, desde arriba, movieron los hilos de nuestra historia. Dos visiones enfrentadas que, en diversas ocasiones, corrieron el riesgo de convertirse en un auténtico choque de trenes.

El hombre que supo convertirse en el vértice sobre el que pivotaron y se ensamblaron estos dos procesos, se llamaba Adolfo Suárez. Era en principio un hombre del "régimen", aunque seguramente tenía meridianamente claro que la dificultad del envite obligaba a adoptar decisiones sin guión previo; e incluso, cabe decir, hasta a dar saltos mortales sin red en el trapecio. Y para ello había que tener ese espíritu chispeante y optimista, esa fuerza de seducción, desparpajo e imaginación que se le supone a un tahúr del Mississipi, según las habituales imágenes de Hollywood. Es decir, había que chorrear capacidad de simulación, imaginación creativa, ambición sin límites y sonrisas sin piedad. Y por supuesto, una alta dosis de buena suerte, la marca de los que han sido señalados por la diosa fortuna.

Pero sucede que quienes llegan a ocupar una página tan decisiva de la historia suelen ser al final estrellas fugaces, personajes que no parecen destinados a envejecer en la poltrona del poder. Seguramente a Adolfo Suárez fue la enfermedad la que le obligó a retirarse pronto y a mantenerse durante décadas en un discreto recuerdo.

También se ha convertido en un tópico decir que su caída del poder se debió fundamentalmente a que fue traicionado y apuñalado por sus correligionarios de la Unión de Centro Democrático: un partido compuesto por retazos improvisados de aquí y de allá, al que se acusaba de no tener la consistencia, la coherencia y la homogeneidad de los auténticos "partidos". Así la Unión de Centro Democrático fue barrida por la historia, y su organización sucesora, el Centro Democrático y Social, no consiguió llegar a despegar de su condición de minoría. Hoy, visto en perspectiva, la existencia de un partido centrista que hubiera servido de pívot a nuestro sistema democrático se ha convertido en una lamentable carencia que viene enrareciendo desde hace décadas el funcionamiento de nuestro proceso político. Y visto también en perspectiva, la idea de que los partidos son, o deben de ser, organizaciones compactas, jerarquizadas, cerradas y homogéneas, seguramente se está demostrando como una auténtica falacia que estaría conduciendo a nuestra democracia por el camino de la esclerosis y el anquilosamiento.

Con la pátina que da el paso del tiempo, seguramente las jóvenes generaciones del siglo XXI no están en condiciones de percibir el enorme grado de modernidad que Adolfo Suárez y la Unión de Centro Democrático supieron traer en su momento a la sociedad española. El nivel de compromiso que llegaron a adquirir con el sistema de libertades, con el proyecto de una auténtica democracia constitucional; su capacidad para tratar de llevar a la sociedad española hacia un camino democrático siguiendo un proceso de carecía de cualquier guión previo y tenía que impulsarse precariamente día a día.

Luego vinieron con el tiempo otras lecturas y relecturas, otros líderes y otros partidos, otras sombras e inercias. Pero el recuerdo de aquel espíritu de consenso y compromiso, de aquel dechado de audacia y de ingenio ante circunstancias imprevistas, de aquella muestra de confianza en última instancia en la propia sociedad española, sigue constituyendo una de las más brillantes páginas de nuestra historia y un ejemplo que seguramente nos debe servir de guía en las difíciles circunstancias presentes.

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