Adolfo Suárez

Libertad sin ira

Los que vivimos la transición de la dictadura a la democracia no sólo disfrutamos de una época de ilusión y esperanza, sino de la etapa de mayor libertad individual nunca vista hasta entonces y que, probablemente, nunca se volverá a ver.

Poco se ha dicho y escrito sobre este aspecto de la transición. Los hijos de la democracia carecen de elementos empíricos para valorarlo. Disfrutar de la libertad en la vida cotidiana de los ciudadanos en los tiempos de la UCD fue posible, entre otras cosas, porque los poderes fácticos financieros y económicos, eclesiásticos y políticos carecían de conocimientos suficientes sobre lo que estaba pasando y de instrumentos para actuar en consecuencia. Tampoco sus brazos ejecutivos en materia de seguridad conocían sus nuevas funciones en un Estado democrático y, además, estaban más preocupados por su futuro personal. Algunas intervenciones de la extrema derecha, como la matanza de Atocha, pretendieron una involución que no logró ni siquiera el 23-F.

Se cumplió la profecía del que quizás haya sido uno de los mejores políticos de las últimas décadas, Alfonso Guerra, infravalorado por mor de una bicefalia con González, producto a la vez de su propia lucidez y de su generosidad. Él vaticinó que a este país no lo reconocería ni la madre que lo parió. Acertó, pero este país ha sido ocupado por una superestructura política oligopolística que machaca las lealtades y premia las fidelidades. Hoy sería imposible una colaboración de los políticos por encima de sus partidos, como la que hubo entre Alfonso Guerra y Fernando Abril Martorell. Un lujo de vicepresidentes para España que debería haber marcado la senda a seguir, en lugar del modelo de profesionalización de la actual clase política.

La política en los tiempos de la UCD estaba en manos de personas cualificadas y merecedoras del respaldo de la ciudadanía. La sociedad civil estaba relativamente bien configurada y poseía una muy aceptable capacidad de interlocución con los políticos. La dialéctica primaba sobre las tensiones y la clase política fue capaz de alumbrar la Constitución del 78.

Hemos sido incapaces de desarrollar la Constitución y mucho menos de adaptarla a las nuevas realidades. El ciudadano recela de los políticos y llega a considerarlos un problema para la sociedad. La izquierda ha gestionado con los tics de la derecha y la derecha no ha terminado de asumirse como tal. Los patas negras en PSOE e IU, y los eclesiásticos y los neoliberales en el PP, son un lastre que daña al país.

La libertad individual no debería estar reñida con un proyecto político de izquierdas. Sin embargo, en sus organizaciones no se admiten diferencias ni matices. Los argumentarios son la doctrina a la que deben someterse todos sin rechistar. ¡Qué lejos quedan aquellos momentos en los que libremente podías expresarte sin temor a ser reprimido, de una u otra manera! Los militantes de los partidos, especialmente de la izquierda, tienen miedo a manifestar sus discrepancias, especialmente si ocupan una responsabilidad institucional, porque enseguida serían cesados sin que mediara causa objetiva. Como militantes de base, aceptan la doctrina adoptada por una mayoría orgánica, sea la que sea, lo que se traduce en un centralismo democrático, antes asociado sólo a los comunistas.

En los tiempos de la UCD, la palabra libertad era un valor incuestionable. Existía una hoja de ruta que se llamaba España y un respeto total hacia el contrario, lo que hoy son los adversarios. Los discursos parlamentarios alcanzaban cotas de calidad desconocidas en la actualidad.

Dos cuestiones acechaban esa libertad, pero no impedían ni limitaban su ejercicio: la extrema derecha y el Ejército. Para ellos el gran enemigo no era el PSOE, ni siquiera el PCE, era Suárez. Eran conscientes de que sin él no se estaría disfrutando de una libertad que ni siquiera Portugal alcanzó con su Revolución de los claveles. Al final lo consiguieron. Una Jefatura del Estado temerosa por su futuro y un poder financiero, el verdadero poder fáctico de la derecha, representado entonces por la Asociación Española de la Banca, la de las siete hermanas, deseosas de cerrar el grifo de la libertad y de establecer unas reglas de juego ventajosas para ellos, hicieron que Suárez dimitiese, sin olvidar a un PSOE que nunca cesó de acosarle. En la dignidad de todos los diputados en el golpe del 23-F, sobresalieron el propio Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo, e incluso un Fraga desconocido hasta entonces. España disfrutaba de una clase política muy comprometida con la puesta en marcha de la democracia, pero sobre todo con la libertad como el valor más preciado que no condicionaba, ni debía condicionar, ningún objetivo político.

Gracias a Adolfo Suárez, por devolverme la libertad y a mi amigo Luis Javier Posada Moreno, que supo apostar por ella, sin pedir nada a cambio.

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