Conocen esa sensación que deja de ser una sensación para convertirse en una situación y saber, y poder, vivirla? No sé cómo es posible que algo tan simple, tan justo, tan absolutamente razonable en términos generales puede costar tanto todavía. Yo sé que muchos saben que soy un abogado y que defiendo personal y profesionalmente la custodia compartida sobre las hijas e hijos de mamá y papá cuando deciden por las razones que sean, libremente, dejar de seguir juntos. La custodia compartida no es otra cosa que mantener el mismo sistema de vida que hayan tenido los hijos con la pareja, compartiendo responsabilidades y cuidados, cuando la pareja deja de serlo. La separación, el divorcio, no debería desnaturalizar la relación con los hijos comunes, forzando a una parte, habitualmente masculina, a mendigar tiempos de visita, a tener que relacionarse con sus hijos sometido a vigilancia de la otra parte, al control de sus movimientos, a la desigualdad entre ambos, forzada por una costumbre irracional que hunde sus raíces en un machismo rancio, a hacer trampas con el desequilibrio y el reloj, a querer ser padre siempre, como antes, y poder ejercer solo a ratos.

Como he vivido muchas veces la defensa de estos intereses en personas ajenas a mí, sé lo importante que es en términos de justicia formal y material. Pero como, al mismo tiempo, mucho tiempo, he peleado por mi propia situación, soportando que se ponga en duda mi capacidad como padre, más o menos veladamente; que se cuestionen mis verdaderos intereses con respecto a la custodia, reduciéndolos mezquinamente al aspecto económico, aunque ni lo nombre; y, por encima de todo, que se menosprecie a mi propia familia (estupenda, vibrante, comprometida y amante), sometida al escrutinio moral -perfectamente inmoral- de algunos virtuosos del cinismo, he comprendido que no es solo importante, sino un giro vital.

Me escribió alguien querido el lunes pasado, cuando comenté lo feliz que era por tenerla, que se alegraba mucho por nosotros, pero que le apenaba tremendamente parte del relato: la larga batalla. Me decía: "¡Qué lejos está ese lenguaje de mi corazón!". Sé que me quiere, y mucho además. Le respondí que a mí también. Ojalá no hiciera falta pelear, pero lamentablemente en pocas ocasiones se consigue sin más. Las cosas son como son. Parece pensado el sistema para no pedirla, para no lograrla, para aburrirte o condenarte. Y hay que rebelarse. Hoy cumplo 43 años. Y éste es mi regalo. Mi vida no ha sido ligera, y me temo que no lo será en lo que quede, pero tendría que nacer de nuevo y caerme al suelo con estrépito el mismo día para impedirme pelear por estar con lo que más quiero del mundo. Aunque perdiera mil veces, aunque sufriera mil años. Exactamente igual que cualquiera de vosotros que hoy seguís peleando. Os lo dije: no os rindáis nunca. A veces la Justicia lo inunda todo. Y eso es extraordinario.

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