Tribuna

Víctor j. Vázquez

Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla

Sobre la libertad de sentirse ofendido

Como ya advirtieron Milton o Shaftesbury, la censura puritana es siempre inútil, ya que aquello que se prohíbe siempre encontrará una forma nueva y vigorosa de decirse

Sobre la libertad de sentirse ofendido Sobre la libertad de sentirse ofendido

Sobre la libertad de sentirse ofendido

En ese himno generacional que fue The times they are changing, Bob Dylan alertaba a las madres y padres de no criticar aquello que no podían entender: "Vuestros hijos e hijas", dice la canción, "están más allá de vuestro dominio". Reconozco que esta letra se me vino a la cabeza cuando supe que una joven neoyorquina estudiante de Historia del Arte, impactada por el cuadro El sueño de Teresa, y en concreto, por la "pose sexualmente sugestiva" con la que el pintor francés Balthus retrató a la hija de su vecina, había iniciado una campaña en la que se pedía al museo metropolitano de la ciudad que esta pintura fuera o bien retirada, o bien exhibida bajo la advertencia de que la misma sexualiza de forma infame a una menor. El museo no ha atendido a ninguna de estas peticiones, pero no deja de llamar la atención que haya sido una milenial crecida en una ciudad libérrima, y estudiosa de Historia del Arte, la que solicitara la censura de aquello que a ella la ofende por inmoral.

La censura artística no es, desde luego, algo inédito en la historia de los Estados Unidos, si bien es cierto que esta tenía unos actores y una lógica diferentes. En concreto, eran ciertas iglesias las que, en connivencia con las instituciones, intentaban trazar la línea de lo permitido a través de conceptos como el de lo decente o lo sagrado, mientras que los artistas, por su parte, y al amparo muchas veces de juveniles movimientos contraculturales, se erigían en profanadores naturales del tabú, recreando en sus obras lo prohibido, es decir, lo obsceno o lo sacrílego. La judicialización de este desafío artístico al poder tuvo consecuencias que fueron más allá del debate clásico sobre la ética de la estética, afectando a la propia idea constitucional de libertad de expresión. El gran hito judicial a este respecto fue tal vez la sentencia Joseph Burstyn, en la que la Corte Suprema sostuvo que el Estado de New York había vulnerado la Primera Enmienda al prohibir, por su contendido sacrílego, la exhibición de El milagro, un mediometraje escrito al a limón por Fellini y Rosellini, y dirigido por este último, que parodiaba la virginidad de María. Como señalara el mítico juez Frankfurter, en un país sin religión oficial y plural en lo religioso, admitir la licitud de esa prohibición equivaldría a afirmar que existe un derecho a censurar aquello que ofende nuestra moralidad, lo que en último término situaría a la libertad de expresión en un estado de precariedad y continua pendencia. En las facultades de Derecho y en las escuelas de arte, se rindió durante años pleitesía a Joseph Burstyn, un precedente que bien puede resumirse en la regla de que nada en la Constitución ampara a los ciudadanos para que el estado censure aquello que les ofende. Tengo por seguro que a la generación que celebró esta sentencia le costaría imaginar que este precedente iba a ser impugnado por sus nietos, gente urbana, joven y sobradamente preparada, pero parece evidente que el culto a la libertad de expresión ha envejecido y la pasión por censurar, lejos de extinguirse, se ha puesto al servicio de nuevas moralidades que, igual que las antiguas, no saben diferenciar entre realidad y representación.

No tengo para mí que Balthus fuera una bellísima persona y es probable que pueda predicarse de él aquella máxima de Wilde según la cual un hombre malo es aquel tipo de hombre que admira la inocencia; sin embargo, es poco discutible que en su clasicismo tan refractario a la vanguardia como cautivador de la misma y en su propio talento para iluminar la sensualidad, Balthus fue uno de los maestros del siglo XX. Uno de sus mejores valedores, Camus, dijo de él que era como un cuchillo sin sangre, y mucho se podría discutir, en este sentido, si tras su obsesión con la inocencia hay frustración, enfermedad o un simple juego, de la misma forma que se discute si La Maja desnuda de Goya o la Olimpia de Manet son antecedentes sublimados del burdo calendario femenino, o si con sus miradas directas y terrenales, libres de alegoría mitológica, en realidad las mismas inquieren y desnudan a los inseguros hombres que las miran ¿Qué puede haber detrás, podríamos preguntarnos, de la sensualidad y el erotismo con la que una y mil veces ha sido recreado el propio cuerpo martirizado del Dios hecho hombre en la tradición cristiana?

La nueva pasión por censurar obtendrá victorias. Ya hace unos años una profesora logró retirar una copia de La maja desnuda de su aula en la Universidad de Pensilvania, alegando que su presencia era una forma de acoso sexual para las mujeres allí presentes. Sin embargo, como ya advirtieron Milton o Shaftesbury, la censura puritana es siempre inútil, ya que aquello que se prohíbe siempre encontrará una forma nueva y vigorosa de decirse. Estaban en lo cierto y eso que ellos no pudieron conocer la venganza creadora de ese pathos marginal, leal a la misión de la irreverencia, al que muchos artistas prestan juramento desde la modernidad.

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