Tribuna

Antonio Montero Alcaide

Inspector de Educación

Sistema educativo común

Un sistema educativo común no sólo procura la necesaria equiparación del mismo, sino el alcance mayor de la justicia en la prestación de un servicio esencial

Sistema educativo común Sistema educativo común

Sistema educativo común / rosell

Las evidencias, aun insistentes y repetidas, no consiguen en muchas ocasiones modificar el estado de las cosas; sobre todo, cuando es preciso el acuerdo -decir consenso casi resulta un brindis al sol- entre distintas partes o sectores implicados. Reconocer que el sistema educativo español está débilmente articulado, que hay tantos sistemas como administraciones educativas competentes, es una de esas evidencias, con el matiz que se quiera, poco propicias para su resolución. La propia delegación u otorgamiento de competencias educativas a las comunidades autónomas resulta objeto, asimismo, de revisión, con un argumento sustantivo: asegurar la adecuada y justa prestación de los servicios esenciales, como es el caso de la educación.

Pues bien, el ejercicio de tales competencias tiene un ámbito principal en la regulación de las enseñanzas que conducen a las titulaciones del sistema educativo. Tanto por la acreditación que conllevan como por los distintos efectos y posibilidades derivados de su obtención. Dos medidas se adoptaron, por ello, en el sistema educativo español con la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad de la Educación (Lomce, 2013): la incorporación de estándares al currículo, que determinan, de manera expresa y concreta, los logros esperados de los procesos de enseñanza y de aprendizaje; y la realización de pruebas de evaluación individualizadas, conocidas como reválidas, al final de las etapas educativas y comunes a todo Estado, para atribuir un carácter precisamente común a los logros acreditados con las correspondientes titulaciones.

El ya fenecido Pacto de Estado Social y Político por la Educación -con promesas electorales de refundación que se hacen tan cansinas como las evidencias desatendidas- inició su truncada andadura precisamente a partir del cuestionamiento de las reválidas, dado que no se compartía la intención de éstas en cuanto a la equiparación del sistema educativo. Al contrario, se señalaban menos bondadosas razones: la desconfianza en la evaluación realizada por el profesorado en los centros o la reducción de los aprendizajes susceptibles de ser valorados mediante la aplicación de esas pruebas. Sin embargo, pocas alternativas se han apuntado y en el incremento del gasto educativo parece estar la razón -así mejor que excusa- de las discrepancias, realmente distintas y variadas, que debieran ser, de una vez, objeto de acuerdo estable.

Una muestra significativa de la importancia -y la justicia- de un sistema educativo común tiene que ver con las pruebas de acceso a la universidad, ante evidencias -otra vez, las constataciones no atendidas- de la desigualdad de oportunidades de acceso en función de la comunidad autónoma donde se realicen. Esto es, el grado de exigencia de las pruebas, el rigor de las correcciones de las mismas y cuestiones de parecida naturaleza pueden justificar desplazamientos de alumnado de unas comunidades a otras no debidos a los resultados de la concurrencia a una prueba común, sino a la obtención de plazas en determinadas titulaciones -valga el ejemplo de Medicina- que resulta más factible a estudiantes de comunidades distintas a las de los centros universitarios que las ofrecen, por lograr calificaciones significativamente superiores en las pruebas de acceso realizadas en sus comunidades de origen. La Lomce (2013), con la evaluación final de Bachillerato -la reválida de esta etapa- pretendía establecer una prueba común, con efectos tanto de obtención del título de bachiller como de acceso a la universidad, que el invocado pacto dejó en suspenso y ahora en incertidumbre.

Otra prueba de esta aversión a lo común está en las reconvertidas pruebas de evaluación final de las etapas, que con el inicio del pacto dejaron de tener efectos académicos para adquirir sólo los de diagnóstico de las competencias educativas adquiridas por el alumnado al concluir las etapas. Así las cosas, no sólo no se han realizado tales pruebas de diagnóstico por todo el alumnado de 6º de Educación Primaria, 4º de Educación Secundaria Obligatoria o 2º de Bachillerato, sino en su caso mediante muestras y sin una prueba común, ni siquiera del indicado carácter diagnóstico, que permitiese elaborar análisis y obtener conclusiones del sistema educativo en su conjunto. Cierto que el Ministerio de Educación, como alternativa tras la constitución del pacto fallido, ha promulgado "matrices de especificaciones" sobre el currículo de referencia para tales pruebas diagnósticas e incluso para las correspondientes al acceso a la universidad. Pero tal prescripción resulta, en la práctica, abierta e "interpretable" por las distintas Administraciones, sin las garantías necesarias para preservar un sistema educativo común que preste, de modo más pertinente, un servicio esencial.

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