Tribuna

Alfonso lazo

Historiador

Miedos reverenciales

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Miedos reverenciales

El Partido Popular no le tiene ningún miedo a lo que pueda decir el Partido Socialista, no es ese su verdadero enemigo.

El PP sabe de sobra que en cualquier momento Pedro Sánchez puede convertirse en inquilino de la Moncloa gracias a Podemos y a unos separatistas medio locos, cosa que como es natural le preocupa mucho; pero se trata de una preocupación sana, propia de la política, y no es eso a lo que yo me refiero. Hablo de un miedo reverencial, de un auténtico síndrome de Estocolmo que le hace imitar y amar a su enemigo; una enfermedad paralizante que requeriría la ayuda profesional de algún psiquiatra eminente. En su terrible complejo los dirigentes populares quieren parecerse a sus secuestradores, simpatizar con ellos, adularlos y hablar su mismo lenguaje.

El auténtico adversario frente al que tiembla el Partido Popular no es un partido, es un hecho de cultura: un pensamiento colectivo, una cosmovisión, que desde hace 50 años cultivan buena parte de los medios informativos, el artisteo, presuntos intelectuales que viven contando nubes y un número considerable de profesores universitarios; gente que hoy dicta la moral, el vocabulario correcto, da nombre a las cosas y dictamina tanto sobre lo bello y lo feo como sobre lo legítimo y lo ilegítimo (la llamada derecha es ilegítima y fea, y no cabe en consecuencia su derecho a gobernar). Hablo de una situación cultural que tuvo fecha de nacimiento.

1968 significó en Occidente el fin del orden social basado "en una correcta definición de la función, identidad, deberes, derechos y responsabilidades de cada individuo", y la apertura a un mundo de ciudadanos "lúdicos" sin conciencia del significado de civismo y del deber. Un mundo de "incertidumbre y confusión moral creciente en el que ya no se distinguen obligaciones, la diferencia de edades y la identidad sexual" (Simon Leys). Algunos reconocieron desde pronto el origen del problema y las posibles salidas. Cuando en mayo de 1968 De Gaulle creía encontrarse ante una revolución comunista, Pompidou le abrió los ojos: "No, mi general, estamos ante un cambio de civilización". Y asimismo Sarkozy al montar el discurso que le llevó en su día al palacio del Elíseo: "Queremos resucitar la Europa de las catedrales y la Ilustración, borrando los efectos del 68". En la década de los 90, incluso antropólogos de alto rango como Lévi-Strauss reclamaron como remedio la vuelta a los grandes rituales que mantienen la cohesión social y de los que la mentalidad progresista ha abominado siempre.

Parece claro que ni el socialismo arqueológico de Sánchez ni los adolescentes de Podemos estarían por la labor civilizatoria de esa recuperación de los grandes valores y ritos de la excelencia y la meritocracia; sobre el papel, por tanto, el Partido Popular tiene el campo libre, porque hay una media España que no comulga con los principios del pensamiento único que dicta la progresía; españoles hartos de la corrección política, del buenismo, del igualitarismo por abajo y del relativismo donde toda verdad se esfuma; una multitud que, sin embargo, guarda silencio por temor a ser tachada de reaccionaria, beata, homófoba, "heterosexual patriarcal", racista y otros términos propios del vocabulario impuesto. Gente a la intemperie a la que sin embargo ignora un PP incapaz de superar sus propios miedos. El miedo que hace al Gobierno de Rajoy mantener una TVE que en los telediarios, en las series, en los programas culturales o en los documentales de historia de La 2 en nada se diferencia de La Sexta, sin por ello conseguir el aplauso del progrerío. Penoso. Parece increíble que a la hora de la concesión de premios de prestigio (el Princesa de Asturias, el Nacional de Literatura, el Cervantes…) los premiados y los vetados sean del talante de los que premiaba o vetaba Zapatero. Se acusa a Rajoy de apatía ante el problema catalán, y no es eso: es miedo a que si da un legítimo puñetazo sobre la mesa se le eche encima toda la progresía periodística y el mismo Sánchez acusándolo de "desmedido" y de emplear "medios desproporcionados".

Mientras Pedro Sánchez se empeña en dividir a la sociedad española entre una supuesta izquierda y una derecha inventada, y mientras en Francia Macron construye un lenguaje político nuevo por encima del binomio derecha-izquierda, aquí en España el PP no encuentra discurso propio. De seguir las cosas así, sólo cabe esperar la sorpresa cualquier día de un Macron entre nosotros. Otro Macron, no un cantamañanas.

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