Tribuna

Antonio santana gómez

Profesor titular de Derecho de la Universidad de Sevilla

Hartura y desesperanza

Hartura y desesperanza Hartura y desesperanza

Hartura y desesperanza / rosell

Confieso mi profundo cansancio de que la política nacional esté presa desde prácticamente la llegada a España de la democracia por los problemas de las comunidades ricas. En efecto, el País Vasco (con su terrorismo y su cupo) y Cataluña (ahora con su procés) llevan monopolizando las preocupaciones patrias, aunque sin duda, una parte muy importante de ello se debe encontrar en que una y otra disponen de partidos políticos propios que hacen de bisagra que asegura la gobernabilidad de España mediante un chalaneo perpetuo con el partido mayoritario (sea el PP o el PSOE), que cree -es un decir- que se defiende mejor el interés general del Estado pactando/transigiendo/renunciando con estas minorías nacionales antes que negociando entre ellos. De aquellos polvos, estos lodos.

Pero, siendo lo anterior grave (que sin duda lo es), no van por ahí mis reflexiones, que más bien se centran en lo siguiente: mientras estas comunidades y sus partidos nacionalistas debilitan al Estado y lo privan de competencias y de recursos económicos, ¿qué pasa con los problemas del resto de España? ¿No existen? ¿Hay que esperar a que vascos y catalanes resuelvan los suyos (esto es, nunca) para que los demás tengan su ocasión? ¿Quién se ha planteado una solución? Y, mientras tanto, ¿hay que conformarse con sobrevivir de lo que quede una vez que los territorios ricos se hayan llevado lo que hayan podido arañar?

Así pues, es razonable pensar que, hoy como ayer, una de las consecuencias de las presentes tensiones es que País Vasco y Cataluña van a obtener más recursos públicos del Estado para sus políticas propias. El entreguismo del PP ante el PNV respecto del Cupo vasco es un buen ejemplo de ello. Y en Cataluña, quiérase o no, una parte importante del futuro arreglo va a consistir en una inyección adicional de dinero público.

Y, si la tarta del dinero es finita, ello significa que va a quedar menos para los demás, muy señaladamente para esta Andalucía nuestra, cuyos sucesivos gobiernos han venido funcionando como si estuviésemos condenados a ser perennemente pobres y a contar por siempre jamás con la solidaridad del resto de los españoles. Así, sea cual sea el indicador económico que se encuentre, el diferencial negativo con la media nacional se mantiene prácticamente constante desde hace muchos años.

De ese modo, el constante recurso a las ayudas externas (nacionales o europeas) se configura -para los que mandan- como un factor fijo de la economía, sin que sea posible advertir un margen posible de mejora que permita advertir un horizonte donde esta comunidad tenga una riqueza equiparable a la nacional. Dicho de otro modo, nos hemos (han) acostumbrado a pensar que somos pobres y lo vamos a seguir siendo por generaciones sin término.

Y, sin embargo -no sabemos cómo- vivimos cómo ricos: basta repasar periódicamente el BOJA para darse cuenta de que la preocupación fundamental de la Junta es elevar los niveles de bienestar de sus ciudadanos desde una perspectiva meramente prestacional (educación, sanidad, servicios sociales…), pero no la estimulación de un más potente tejido empresarial que dinamice nuestra economía.

Y no me refiero a subvenciones, cuyo rastro de corrupción emponzoña todo y que, a lo más, sirve para que unos que dicen ser empresarios hagan negocios más suculentos analizando decretos y órdenes antes que dedicándose a su aparente actividad.

Por el contrario, es básico fomentar el establecimiento de empresas (y aquí la imaginación y las relaciones de los que mandan es básico), garantizar la seguridad jurídica en la actuación pública (no puede ser que se alteren continuamente determinadas reglas del juego, porque entonces no se acometen inversiones de largo recorrido, ya que nadie quiere ser rehén de cambios continuos de criterio) y la predisposición positiva de la Administración hacia las iniciativas que lleguen (evitando, a ser posible, una aplicación pedestre de la norma que sólo sirve para garantizar la tranquilidad vital de los funcionarios y políticos que la aplican, pero que asegura un inmovilismo que empobrece).

Dicho lo cual, tenemos que decir que, como no hay previsión de que esto vaya a ser así ni siquiera a medio plazo, nos encontremos con que cada vez habrá menos dinero público para todo y, por tanto, la calidad de la sanidad, la ayuda al dependiente o la educación irán sufriendo una constante erosión. Se asiste así a un círculo vicioso donde cada vez hay más necesidades y menos recursos para atenderlas adecuadamente.

Y, sinceramente, después de tantos años de este conformismo institucional, creo que con los que vienen mandando no podemos iniciar cambio alguno. Lo malo es que la oposición (a la derecha o la izquierda) parece aún peor. De ahí mi desesperanza.

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