La esfera armilar

Alberto P. De Vargas

Qué le vamos a hacer

NUNCA antes tuvimos una clase política de tan bajo perfil. Las dictaduras suelen ser más precavidas en esos menesteres de designar altos cargos, probablemente porque en ello les va a los dictadores una parte importante de su capacidad de supervivencia. Rodeado de bobos es más difícil mantenerse y, desde luego, progresar. Lo malo es que los dictadores, como la inmensa mayor parte de los seres humanos, excluyen, por muy listos y finos que sean, a los que no comparten con ellos sus gustos favoritos.

Ningún sistema, ya se sabe pero no está de más recordarlo, es todo lo bueno que hace falta para disminuir de modo significativo las limitaciones de la naturaleza humana. Porque son precisamente esas limitaciones las que degradan al sistema. Las estructuras jerárquicas basadas en la autocracia o en sus formas más extremas, los totalitarismos y las dictaduras, serían una bendición si el autócrata fuera perfecto y estuviera lleno de virtudes. Pues la verdad es que suelen rodearse de colaboradores cuya inteligencia y preparación están muy por encima de la media. Eso sí, es preciso que esos próximos no tengan preocupaciones especiales por la política ni inquietudes ideológicas subjetivas.

En las democracias, el ascenso de la mediocridad se basa en la tendencia de los líderes, una muy humana y muy estúpida tendencia, a simpatizar con los personajes de escasas luces que pululan por los alrededores del poder. El líder que lo es de modo natural acaba por constituirse en guía de su grupo que va poco a poco perdiendo a su favor la personalidad de sus miembros. El que se hace como consecuencia de circunstancias diversas, ayudado por su actitud o por disponer de un discurso mejor estructurado y más simple, consigue que en él confluyan las aspiraciones de los demás e incluso que vean en él su futuro como colectivo.

No hay nada que hacer, el problema de la mediocridad es consustancial a la condición humana y nada tiene que ver con el sistema. A veces alguien sugiere que habría que someter a una prueba de mínimos a los aspirantes a políticos. Una especie de examen de ingreso. El que yo y mis contemporáneos hacíamos a los diez años de edad para cursar lo que entonces se llamaba bachillerato consistía básicamente en un dictado y unas cuentas.

Hoy, un examen de tal índole no lo superarían muchos universitarios. Convendrán conmigo que si exigiéramos simplemente eso a los que quisieran afiliarse a un partido o a aspirar a estar en una lista, nos encontraríamos con un exceso de vacantes. Teniendo en cuenta que el legislativo tendría, por vergüenza torera, que superar el examen, podemos estar seguros de que jamás existirá ni esa ni ninguna otra prueba de mínimos.

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