EN mi experiencia, que no es poca, la realidad de los servicios de Urgencias hospitalarios se parece bastante más a la que describe la Asociación de Médicos de Urgencias de Andalucía (Amura) que a aquella otra, idílica, que proclama el SAS. Tras una concentración celebrada esta semana en Sevilla, la vicepresidenta de Amura ha denunciado el deterioro de la atención que se presta en las Urgencias, un problema, señaló, estructural y no coyuntural. A su juicio, es patente el fracaso del Plan Andaluz de Urgencias y Emergencias (PAUE), así como de la "reordenación de la atención urgente" que comenzó a realizarse a partir de febrero de 2007. La disminución de médicos experimentados, por una parte, y el aumento de la masificación y saturación de estos servicios, por otra, nos conducen a una situación insostenible, impropia además de una Andalucía que pregona sus reiteradas modernizaciones.

En el mismo sentido ha de entenderse la solicitud de la asociación El Defensor del Paciente de que la Fiscalía de Sevilla, a la vista de los desafueros que se están viviendo en las Urgencias de los hospitales andaluces, "tome las medidas oportunas". Su presidenta, Carmen Flores, fundamenta tal petición en la "violación flagrante del derecho al honor, intimidad y confidencialidad de los pacientes que ingresan en estas unidades". El panorama que dibuja, tan pesimista como comprobable, nos muestra el tercermundismo de unos servicios en los que los enfermos permanecen "hacinados en los pasillos, mezclados en sus patologías y soportando toda clase de humillaciones".

Si a ello unimos el conflicto no resuelto de las Urgencias extrahospitalarias (también en esta semana la Asociación de Servicios de Urgencias Periféricas de la Sanidad Pública de Andalucía y el foro DCCU -Dispositivos de Cuidados Críticos de Urgencia- han presentado sus lógicas reivindicaciones al Defensor del Pueblo Andaluz) y el incumplimiento manifiesto de viejas promesas electorales sobre las propias condiciones hospitalarias, deberemos coincidir en que el modelo hace agua por todas partes y resulta incapaz de ofrecer al ciudadano el cuidado óptimo y garante de sus derechos que cabe exigirle.

Soy defensor de la sanidad pública. Permanezco en ella teniendo otras alternativas. Conozco la competencia y el sacrificio de la mayoría de sus profesionales. Pero creo urgente el abandono del despotismo, de las directrices que desoyen el criterio de los que saben, de la cabezonería que niega lo evidente, del desprecio de unos enfermos que, no lo olviden, pagan por ser atendidos con dignidad. Porque son nuestras vidas las que están en juego, sobran autocomplacencia y soberbia y faltan, siguen faltando, respeto, diálogo y responsabilidad.

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